IV Aniversario de la muerte de Bergman.


“Ningún arte traspasa nuestra conciencia como el cine; sólo el cine toca directamente nuestros sentimientos hasta llegar a los oscuros recintos de nuestra alma”.


Se han cumplido ya cuatro años desde que Ingmar Bergman jugara su última partida de ajedrez con la muerte. Al igual que el Antonius Block de su filme El séptimo sello, no se fue sin antes realizar una buena obra; en su caso, una extraordinaria e irrepetible filmografía. Nadie como el maestro sueco ha plasmado en el celuloide las angustias vitales del hombre. Él nos hizo reflexionar sobre la figura de un Dios que calla, sobre las máscaras sociales, sobre el temor a la muerte y sobre los vaivenes emocionales de las relaciones de pareja. Desde Esculpiendo el tiempo queremos rendirle un humilde pero sentido homenaje. Tack! Ingmar.


“Casi toda nuestra educación estuvo basada en conceptos como pecado, confesión, castigo, misericordia, factores concretos en la relación entre padres e hijos, y con Dios. Había en ello una lógica interna que nosotros aceptábamos y creíamos comprender. Este hecho contribuyó posiblemente a nuestra pasiva aceptación del nazismo. En un sistema jerárquico todas las puertas están cerradas”.


“Nunca me faltó alimento para la fantasía y los sentidos, no recuerdo haberme aburrido jamás. Cosas curiosas, parajes inesperados, instantes mágicos...revivir luces, aromas, personas, habitaciones, gestos, acentos y objetos. No se articulan como episodios al azar, son más bien películas rodadas al azar, cortas o largas, sin sentido. Me tuve que mover entre la magia y el puré de patatas, entre el terror sin límites y la alegría explosiva. Las normas y prohibiciones eran tan incomprensibles como sombrías, el tiempo no existía, me decían ya estás grande tienes que entender el reloj .Es difícil distinguir entro lo que yo fantaseaba y lo se considera real. En la realidad había espectros y fantasmas. ¿Qué hacer con ellos? Y los cuentos ¿eran reales?¿Dios y los ángeles?¿Adán y Eva? Excitado, con los ojos clavados en el Doré, me identificaba con Isaac, eso era real: el padre estaba pensando cortarle la cabeza a Ingmar, ¿y si el ángel llega demasiado tarde? Se derrama sangre e Ingmar sonríe pálidamente. Realidad. Entonces llegó el cinematógrafo”.


“Paso revista críticamente a mis últimas películas o puestas teatrales y encuentro un puntilloso perfeccionamiento que espanta la vida el alma. En el teatro los actores pueden corregir mis debilidades. En el cine es irremediable. A veces tengo la sensación clara, casi física, que dentro mío se mueve un monstruo prehistórico, mitad animal, mitad hombre, al que estoy a punto de dar a luz...intuyo un ocaso que más que muerte es extinción. He visto a demasiados colegas morir en la pista de circo como payasos cansados, aburridos de su propio aburrimiento...la creatividad de la vejez no es un axioma. Es periódica y esta condicionada, como la sexualidad, que se va extinguiendo lentamente.
A veces echo en falta intensamente a todos y a todo. Fellini dice que el cine es una forma de vivir, por eso comprendo la anécdota, elocuente y gráfica, que contó en una escena de La dolce vita, en la que Anita Ekberg al finalizar su actuación en la película echó a llorar y se negó a abandonar el auto aferrada ... a su volante. Utilizando una suave violencia se pudo sacar del estudio.
A veces hay una especial felicidad en ser Director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara la registra. Registra el dolor, el inasible, el captar el instante preciso...eso vale la pena, tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas”.

 
“Es cierto que no creo en Dios pero la cosa no es tan sencilla, todos llevamos un dios dentro, todo es un dibujo que vislumbramos a veces, especialmente en el momento de la muerte.
Durante toda mi vida me debatí en una relación con Dios dolorosa y sin alegría. Fe o falta de fe, culpa, castigo, gracia y condena, realidades irrefutables, mis oraciones hedían a angustia, maldición, consuelo, aburrimiento y desesperación: Dios hablaba, Dios callaba”.

 
“Algunas veces he jugado con la idea del suicidio, una vez en mi juventud llevé a cabo un torpe intento. Nunca he soñado con hacer realidad mis juegos. Mi curiosidad ha sido demasiado grande, mi ansia de vivir demasiado robusta y mi miedo a la muerte demasiado sólido e infantil. Esta actitud vital es un control minucioso e incesante de las relaciones con la realidad, con la imaginación y con los sueños. En mi familia existieron los anuncios”.



“La amistad con las mujeres me resulta más fácil. La sinceridad es algo natural (me figuro); la indulgencia, total (creo); la lealtad, invulnerable (me imagino). La intuición se desenvuelve sin extravíos, el sentimiento se manifiesta sin velos, no está en juego el prestigio. Los conflictos que surgen no inspiran recelo, no se enconan. Hemos hecho juntos todos los pasos de bailes que se puedan imaginar: pasión, ternura, amor, chifladura, traición, ira, comicidad, hastío, enamoramiento, mentiras, alegría, nacimientos, descarga de tormenta, claros de luna, muebles, utensilios domésticos, celos, camas anchas, camas estrechas, adulterios, violación de fronteras, buena fe –y aquí siguen más-, lágrimas, erotismo, sólo erotismo, catástrofes, triunfos, disgustos, improperios, riñas, angustia, deseo, óvulos, espermatozoides, menstruaciones, fugas, bragas –y todavía hay más, mejor llegar hasta el final ahora que estamos lanzados-, impotencia, libertinaje, horror, proximidad de la Muerte, la Muerte, noches negras, noches desveladas, noches blancas, música, desayunos, pechos, labios, imágenes, vuélvete hacia la cámara y mira mi mano, la pongo a la derecha del parasol, piel, perro, los rituales, el pato asado, el filete de ballena, las ostras estropeadas, trampas y escamoteos, violaciones, trajes bonitos, joyas, roces, besos, hombros, caderas, luces extrañas, calles, ciudades, rivales, seductores, pelos en el peine, cartas largas, explicaciones, todas las risas, el envejecimiento, los achaques, las gafas, las manos, las manos, las manos –ya termina la letanía-, las sombras, la suavidad, yo te ayudo, la línea de la playa, el mar –ahora, silencio…”.




                            
Dios bendiga su alma.

 

Todas las citas han sido extraídas de su autobiografía Linterna Mágica.

Rashomon (ídem, 1950) de Akira Kurosawa.


Japón, siglo XI. Bajo la puerta del derruido templo de Rashomon, un leñador (Takashi Shimura), un sacerdote (Minoru Chiaki) y un vagabundo (Kichijirô Ueda) se resguardan de una lluvia torrencial. Mientras esperan a que el temporal amaine, discuten sobre un proceso judicial del que los dos primeros han sido testigos. Al parecer, un famoso ladrón llamado Tajômaru (Toshirô Mifune), ha asesinado a un samurái (Masayuki Mori) y violado a su esposa (Machiko Kyô). Durante el juicio, el ladrón, el samurái (por medio de una médium) y la esposa, han dado tres versiones muy diferentes de lo acaecido.


Clásico imprescindible que sirvió, entre otras cosas, para que Occidente tomara conciencia del altísimo nivel alcanzado por la hasta entonces desconocida cinematografía nipona. El filme se inspira en dos cuentos del escritor japonés Ryunosuke Akutagawa: Rashômon (1915) y En el bosque (1922).

A modo de parábola, la película reflexiona acerca del carácter egoísta y mentiroso del ser humano en un mundo cruel y despiadado. Su brillante y esquizofrénica estructura narrativa, a base de cuatro flashbacks (en realidad hay otros tres más) que se corresponden con las distintas versiones que de un mismo hecho tienen los personajes, ha ejercido una notable influencia en multitud de cintas posteriores. De hecho, en 1964 se hizo un remake en clave de western con Paul Newman como protagonista titulado Cuatro confesiones.


En cada una de las declaraciones, se narra lo sucedido desde la perspectiva que más conviene a quien la está realizando. El objetivo no es otro que el de exculparse en la mayor medida posible, intentando cargar la responsabilidad a los demás. ¿Conclusión? Todos mienten. Ni siquiera podemos fiarnos de la confesión última del leñador, puesto que confirma que ya ha mentido con anterioridad (¿por qué no iba a volver a hacerlo?) para resultar beneficiado. No obstante, no todo es pesimismo en este oscuro cuento moral, ya que como vemos al final, la vida siempre ofrece al hombre la posibilidad de purgar sus imperfecciones y redimir sus actos.

Técnicamente la cinta es perfecta. La cámara se mueve con sorprendente dinamismo y agilidad, resultando la dirección de Kurosawa mucho más moderna que la que nos pueden ofrecer buena parte de los cineastas actuales. También merece ser destacada la extraordinaria fotografía de Kazuo Miyagawa (probablemente el mejor director de fotografía nipón), sublimada por el brillante juego de luces y sombras que presenta sobre rostros y parajes.


Obra clave en la historia del cine. Todo lo que se pueda decir sobre Rashomon es poco. Im-pres-cin-di-ble.


El discreto encanto de la burguesía (Le charme discret de la bourgeoisie, 1972) de Luis Buñuel.


Don Rafael Acosta (Fernando Rey), embajador en París de la ficticia república de Miranda (¿Cuba?); el matrimonio Thévenot (Paul Frankeur y Delphine Seyrig); Florence (Bulle Ogier), hermana de la señora Thévenot; y el matrimonio Sénéchal (Jean-Pierre Cassel y Stéphane Audran), tratan de reunirse en torno a una mesa para comer, pero siempre que lo hacen, se ven interrumpidos por las más variopintas causas.


Le charme discret de la bourgeoisie, es uno de los filmes más prestigiosos de Buñuel y una de las obras más destacadas de su etapa francesa. Se alzó con el Oscar a la mejor película extranjera en el año 1972.

A partir de una excusa argumental tan simple como original: un grupo de amigos burgueses son incapaces de sentarse a comer porque se les interrumpe de manera continua. El autor de Viridiana plasma con su habitual y socarrón sentido el humor, la vacuidad existencial de una clase social que se encamina hacia la nada; como bien queda metafóricamente reflejado en esas escenas que se intercalan a lo largo de la película, y en las que vemos a los seis personajes principales deambular por un camino apartado en medio de ninguna parte. 

Buñuel se salta las reglas de la lógica narrativa y consigue alumbrar un relato basado en la reiteración de motivos. Ganando en complejidad con la inclusión de sueños, e incluso de sueños dentro de sueños, de modo que, llegado un momento de la trama, el espectador no sabe a ciencia cierta si lo que está viendo es real o fruto de las fantasías y ensoñaciones de los protagonistas. La narración adquiere, a veces, una estructura de cajas chinas similar a la de Las mil y una noches, enriqueciéndose con los recuerdos y experiencias oníricas de algunos de los personajes que van apareciendo.


La omnipresencia de la muerte a lo largo del metraje, resulta reveladora y premonitoria: nuestros protagonistas no pueden cenar en un restaurante en el que el patrón acaba de morir y se le está velando allí mismo; un joven teniente del ejército relata al grupo de señoritas que, durante su infancia, el espectro de su madre se le apareció para incitarle a envenenar al que, hasta entonces, creía su padre; otro militar cuenta a los comensales un sueño en el que pudo charlar con su madre y un viejo amigo, muertos los dos años atrás; en una ensoñación del inspector de policía se narra cómo todos los años, durante la misma noche, el fantasma de un antiguo gendarme visita los calabozos de la comisaría… Y es que ¿acaso no es la muerte el único destino posible para una clase social que vive enquistada en un estado de permanente apariencia y superficialidad? Precisamente, el hecho de que a los personajes les cueste tanto comer, e incluso copular (dos actos esenciales para garantizar la supervivencia), nos permite intuir que su fin está próximo. 


Deliciosamente crítica y surrealista, El discreto encanto de la burguesía se muestra como un brillante ejemplo del Buñuel más puro.

Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo Garcia, 1974) de Sam Peckinpah.


Un rico terrateniente mexicano (Emilio Fernández), ofrece una recompensa de un millón de dólares por la cabeza de Alfredo García: el hombre que ha dejado embarazada a su hija. Bennie (Warren Oates), pianista de un antro de mala muerte, descubre a través de su novia Elita (Isela Vega), que el tal Alfredo García ha muerto en un accidente de tráfico; por lo que decide desplazarse hasta el lugar en el que ha sido enterrado para decapitar al cadáver y hacerse con el dinero.


Bring Me the Head of Alfredo Garcia tal vez no sea el mejor filme de Peckinpah (honor que bien podría recaer en Duelo en la alta sierra [Ride the High Country, 1962] o Grupo Salvaje [The Wild Bunch, 1969]); sin embargo, ninguno otro me parece más representativo, extremo y radical (lo filmó con plena libertad creativa). Por algo era su favorito.

Se trata de su película más sucia y sórdida: una road movie violenta y desaforada, bella y melancólica, trágica y romántica. Porque Peckinpah, ese realizador alcohólico, misógino y maleducado, también era un romántico; sí, un apasionado de sus imágenes, de sus historias, de sus antihéroes y de sus putas. Un cineasta, en definitiva, irrepetible.


Polvo, tierra, tiros, sangre, tequila, canciones mexicanas, moscas, una cabeza en preocupante estado de descomposición y hasta ladillas, son algunos de los elementos que plagan este desesperanzador relato. En donde no faltan momentos verdaderamente surrealistas, ya que no pueden definirse de otro modo las conversaciones que Bennie mantiene con la cercenada cabeza mientras conduce y trata de llevarla a su lugar de destino.

Warren Oates, uno de los actores fetiche del director, realiza una interpretación brillante. Tomando para la creación de su personaje algunos de los rasgos físicos que caracterizaban al propio Peckinpah, como el hecho de llevar gafas de sol o caminar encorvado y con los hombros encogidos. Su encarnación de Bennie, supone uno de los retratos más desgarradores que de un perdedor se han hecho en la historia del cine. Muy reseñable también, es el trabajo de su compañera de reparto Isela Vega, quien da vida a una fulana de noble corazón.


Probablemente no hay un Peckinpah más puro y personal que el que encontramos aquí, en su última gran obra.

Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951) de Alfred Hitchcock.


Guy Haines (Farley Granger) es un jugador de tenis que durante un trayecto en tren, conoce al extravagante Bruno Antony (Robert Walker), quien le propone un intercambio de asesinatos. Cada uno de ellos debe acabar con la vida de la persona a la que más odie el otro. En el caso de Guy es su mujer, ya que esta se niega a darle el divorcio que le permita casarse con la hermosa Anne Morton (Ruth Roman), hija de un senador; mientras que en el caso de Bruno, se trata de su padre. Guy se toma la propuesta de su compañero de viaje a broma; sin embargo, Bruno cumplirá la parte de su trato, obligando a Guy a que haga lo propio con la suya.  


Esta adaptación de una novela de Patricia Highsmith, supone uno de los filmes más geniales y redondos de Hitchcock. De una precisión técnica y narrativa milimétrica, la cinta alcanza cotas de tensión y suspense verdaderamente admirables.

Dos de los temas hitchcockianos por excelencia se fusionan aquí de manera magistral: la dualidad del ser humano y el falso culpable. El guión de Raymond Chandler y Czenzi Ormonde, sirve de vehículo a las brillantes soluciones narrativas de puesta en escena del maestro del suspense. Muchas son las secuencias a estudiar por su prodigiosa planificación y ejecución: la inicial, en la que Hitchcock filma de forma paralela la llegada de los dos personajes principales a la estación, con la peculiaridad de que sólo advertimos sus zapatos (suficiente para saber que uno de ellos es un tipo pudiente y estrafalario, y el otro, un tipo normal), hasta que ambos se encuentran de manera fortuita en el interior del vagón; el asesinato de la esposa de Guy a manos de Bruno, reflejado en las gafas de la víctima (el fuera de campo dentro del campo); el montaje en paralelo que nos muestra, por un lado, a Guy intentando ganar un partido de tenis a contrarreloj, y, por el otro, a Bruno desplazándose hacia el lugar del crimen con el objetivo de dejar allí el encendedor que inculpe a Guy; y por último, la secuencia final que transcurre (a toda velocidad) en el interior de un tíovivo (metáfora de la propia existencia). Todas ellas merecen estar en cualquier antología de la historia del cine.


Granger y Walker están estupendos en sus respectivos papeles, sobre todo el último, que compone a un desequilibrado y ambiguo personaje de evidentes connotaciones homosexuales. Su Bruno Antony es uno de los malvados más inquietantes y logrados del cine de su autor.

La excelente fotografía en blanco y negro del gran Robert Burks, confiere a la película una turbadora, opresiva y expresionista atmósfera propia del cine negro.


Que nadie lo dude, Strangers on a Train es uno de los trabajos más perfectos de Hitchcock, a pesar de que no sea de los más conocidos. Una obra mayor dentro de su filmografía.


La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) de Martin Scorsese.


Nueva York, 1870. Newland Archer (Daniel Day-Lewis) es un joven abogado de la alta sociedad, prometido con la inocente May Welland (Winona Ryder), chica de su misma clase social. Su relación se verá trastocada con la llegada a la ciudad de la condesa Olenska (Michelle Pfeiffer), prima de May, que parece mantenerse envuelta en el escándalo desde que decidiera divorciarse de su autoritario marido. Newland se sentirá fuertemente atraído por ella.

 The Age of Innocence, Elizabeth Peyton

Exquisito e infravalorado título romántico que constituye uno de los trabajos más destacados de Scorsese; quien demostraba aquí, con su talento y cinefilia, ser capaz de afrontar y salir airoso de cualquier tipo de empresa, por mucho que la misma pareciera, en principio, muy alejada de su personal universo fílmico.

El propio Scorsese y Jay Cocks, fueron los encargados de adaptar la novela homónima de Edith Wharton, convertida en todo un clásico de la literatura romántica desde su publicación en 1920.

El director norteamericano vuelve a poner de manifiesto su gusto por el detalle, ofreciéndonos una exhaustiva y milimétrica descripción de los usos y costumbres de la alta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX.


 La influencia de los melodramas históricos de Visconti y Ophüls resulta evidente, como bien se puede apreciar en la secuencia inicial de la ópera, similar al comienzo de Senso, o en la del baile que se celebra en el salón de la casa de los Beaufort, y que tanto nos recuerda a El gatopardo. Por su parte, el triángulo amoroso sobre el que se articula la historia, no deja de ser deudor del que ya encontrábamos en Madame de… . Por no hablar de los elegantes travellings tan comunes en la caligrafía ophülsiana, y que Scorsese parece rememorar en su brillante puesta en escena.

En cualquier caso, e independientemente de las posibles influencias, el cineasta logra integrar el material ajeno (la novela de Wharton) en su propio universo, y ahí radica su mayor logro. Porque en ese microcosmos de personajes que ocupan una posición marginal respecto a la sociedad (tan habitual en su filmografía), también encuentran acomodo el Newland Archer y la condesa Olenska de la obra que ahora nos ocupa. Es lo que ocurre cuando uno se salta las normas en una sociedad anclada en su desfasada apariencia, y que hace de la doble moral su razón de ser.

Al realizador parece interesarle sobremanera, la obsesión amorosa que invade a su personaje principal masculino, al que sitúa cerca de la fijación fetichista (besa los zapatos de su amada y, en una escena bastante turbadora, escudriña de manera intensa una sombrilla que cree suya, pero que acaba siendo propiedad de otra chica). Day-Lewis está espléndido en su interpretación (no en vano es el mejor actor de su generación), al igual que Pfeiffer y Ryder; regalándonos los tres, momentos verdaderamente memorables. 


A destacar también, la gran fotografía de Michael Ballhaus y la brahmsiana partitura de Elmer Bernstein, que compone una de las más bellas bandas sonoras de la década de los noventa.

El único pero que se le puede poner al filme, es el uso algo excesivo que hace de la voz en off (la de Joanne Woodward en su versión original) para plasmar la prosa de Wharton.

La cinta se cierra de manera magistral, con el que probablemente sea el final más triste y hermoso filmado por Scorsese. Una escena que plasma a la perfección, el valor y la idealización que adquieren nuestros recuerdos cuando estamos próximos al fin de nuestras vidas.


Bella de día (Belle de jour, 1967) de Luis Buñuel.


Séverine (Catherine Deneuve) es una joven esposa que rehúye el contacto carnal con su marido (Jean Sorel), un cirujano prestigioso. La curiosidad le llevará a frecuentar un burdel clandestino de alto standing, donde acabará ejerciendo la prostitución, siendo partícipe y testigo de las más variadas perversiones sexuales.


En manos de cualquier otro cineasta, una novela de tan escasa entidad literaria como la de Joseph Kessel, hubiera dado lugar a un filme melodramático y vulgar; sin embargo, en las de Buñuel, se convierte en una sutil, enigmática y sugerente obra de arte trufada de la imaginería y las obsesiones habituales de su excepcional autor. 

El genio de Calanda vuelve a arremeter contra la moral y costumbres burguesas, en un relato en el que tienen cabida todo tipo de parafilias y desviaciones sexuales (sadismo, masoquismo, vouyerismo, fetichismo, pedofilia, necrofilia, coprofilia…), que sirven como medio de escape y distracción a unos personajes de apariencia intachable y esencia deshonrosa, sin caer nunca en lo explícito.

La película alterna de manera natural y sin previo aviso, realidad, sueños y fantasías; lo que confiere a su conjunto una embriagadora y ambigua atmósfera onírica donde cobran especial relevancia los aspectos simbólicos y surrealistas.


Por la elegante y colorista puesta en escena de Buñuel, van desfilando toda una serie de caracteres pintorescos: el fabricante de caramelos, el ginecólogo al que le gusta vestirse de mayordomo y ser humillado por las prostitutas, el oriental que porta una cajita cuyo contenido, el cual nunca vemos, parece fascinar a las chicas o la pareja de matones que conforman Pierre Clémenti y Francisco Rabal.

 Pero, sin duda, la cinta pertenece a la bellísima Catherine Deneuve, a la que el director aragonés contrató tras quedar cautivado por su interpretación en el filme de Polanski Repulsión (Repulsion, 1965). Su Séverine/Belle de jour (“Bella de día” es el apodo que toma al entrar a trabajar en el prostíbulo, ya que sólo ejerce el oficio durante las horas diurnas), es un personaje frío y tremendamente ambiguo, puesto que nunca sabemos con exactitud, qué es lo que le lleva a ser frígida con su marido y una fulana en el burdel. Tal vez sea fruto de los abusos sexuales que pudo sufrir durante su infancia, como vemos en un breve flashback, o el resultado del choque que se produce entre sus deseos más recónditos y la educación religiosa que ha recibido (contradicción-oposición que encontramos en muchos personajes buñuelianos). También es posible que su doble vida se deba, simplemente, al hecho de que su aburrida existencia burguesa le conduce a buscar emociones fuertes en otro ámbito. Con Buñuel todo puede ser, sobre todo si se trata, como es el caso, de una de sus obras más fascinantes y complejas.


Belle de jour, clásico imprescindible del cine europeo.

La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) de Alfred Hitchcock.


La joven Charlotte (Teresa Wright), a la que todos conocen como “Charlie”, se muestra entusiasmada ante la visita de su tío Charlie (Joseph Cotten). Lo que ella no sabe, es que su admirado pariente es uno de los principales sospechosos del asesinato de varias viudas ricas. No obstante, la extraña actitud de éste, hará que pronto comience a sospechar de él.

 
Alfred Hitchcock señaló en más de una ocasión, que de entre todas sus películas, Shadow of a Doubt era su preferida.  Personalmente la considero una de las cumbres de su filmografía, pese a no ser uno de sus trabajos más populares.

Aquí el cineasta inglés pone su irrepetible genio al servicio de la sobriedad y el clasicismo más puros, ahondando con suma maestría en la dualidad humana, en la presencia y convivencia del bien y del mal, no ya sólo dentro de un marco urbano o seno familiar (que también), sino en el interior de una misma persona. Porque ¿qué tiene que ver el elegante y atractivo tío Charlie que dona dinero a los niños necesitados con el asesino psicópata que habita en su interior? Así de compleja es la psique humana, y nadie se ha adentrado en sus insondables recovecos y contradicciones como el maestro del suspense.

La acción se desarrolla en el tranquilo y armónico mundo que representa la soleada localidad californiana de Santa Rosa. Un espacio incorrupto, al menos en apariencia, en el que las vidas de sus habitantes transcurren en ese entorno idílico y calmo del que no gozan las grandes urbes. Un lugar perfecto para que Hitchcock haga aflorar el mal, la putrefacción que subyace bajo lo cotidiano, los secretos inconfesables de las familias honradas. Ya lo dijo una vez: “Me gusta lo macabro bajo un rayo de sol”.


Esa dualidad a la que nos referíamos con anterioridad, queda enfatizada, además de en determinados detalles (el tío y la sobrina se llaman igual, hay cierta conexión mental entre ambos, se hacen alusiones a gemelos), en la propia estructura del filme a base de escenas que se repiten y establecen paralelismos. Resultando formalmente similares, aunque difieran mucho en cuanto a su contenido en función del momento dramático en que se encuentre el relato. Un ejemplo de lo que digo, es la idéntica (sólo cambia el entorno) presentación que se hace de los personajes del tío Charlie y de Charlie, pero hay varias más (el espectador atento las descubrirá).

No falta en la película el típico humor negro hitchcockiano, ejemplificado en la pareja que conforman el padre de Charlie (Henry Travers) y su vecino (Hume Cronyn),  quienes mantienen noctívagas conversaciones sobre asesinatos y el modo de cometerlos, ignorando que a su lado tienen a un verdadero homicida. 


La sombra de una duda también nos ofrece el atormentado retrato psicológico de uno de los malvados más conseguidos del cine Hitchcock: el tío Charlie, cuya ambigüedad moral es sólo comparable a la del Bruno Antony de Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951). Joseph Cotten realiza el mejor papel de su carrera con su zalamera y atrayente composición. 

Cabe señalar como anécdota final, que la cinta fue objeto de un divertido homenaje en la mítica serie La Familia Monster. Concretamente en el episodio correspondiente a su primera temporada titulado El hermano gemelo de Herman. Huelga decir que el gemelo que llegaba de visita a la casa familiar, era muy similar a nuestro querido e inolvidable tío Charlie.


Esculpiendo el tiempo cumple un año. Las (mis) cincuenta mejores películas de la historia.





Ya se ha cumplido un año desde que iniciamos nuestra aventura bloguera. En líneas generales, podemos afirmar que la experiencia ha resultado más que satisfactoria, compartiendo con todos vosotros lo que más nos gusta: EL CINE. Agradecemos la confianza depositada en nuestro humilde espacio por los visitantes y, sobre todo, por los seguidores. Ahora toca seguir creciendo y disfrutando de la pasión que nos une.

Para conmemorar este primer aniversario, hemos decidido elegir las que consideramos son las cincuenta mejores películas de la historia del cine. Como no podía ser de otro modo, se trata de una selección del todo subjetiva, producto, eso sí, de la necesaria reflexión. Esta lista no hubiera sido la misma de haberse elaborado hace unos meses, como tampoco sería igual de confeccionarse dentro de algún tiempo. Esperemos que os guste, o que, al menos, suscite vuestra curiosidad.

1. Sacrificio (Offret, 1986) de Andrei Tarkovsky. 




2. Gertrud (ídem, 1964) de Carl Theodor Dreyer. 




3. Persona (ídem, 1966) de Ingmar Bergman. 




4. Stalker (ídem, 1979) de Andrei Tarkovsky. 




5. Iván el terrible, Partes I y II (1944-1958) de Sergei M. Eisenstein.  




6. Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966) de Andrei Tarkovsky. 




7. Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958) de Alfred Hitchcock. 




8. Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953) de Yasujiro Ozu.  




9. Ordet (La palabra) (ídem, 1955) de Carl Theodor Dreyer.  




10. Viridiana (1961) de Luis Buñuel. 


  

11. Perversidad (Scarlet Street, 1945) de Fritz Lang.  




12. Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans) de F.W. Murnau.  




13. Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles.



14. El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) de John Ford.



15. La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935) de James Whale. 




16. El placer (Le plaisir, 1952) de Max Ophüls.



17. La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d´Arc, 1928) de Carl Theodor Dreyer.



18. Laura (ídem, 1944) de Otto Preminger.



19. Carretera perdida (Lost Highway, 1997) de David Lynch.  



20. Madame de... (ídem, 1953) de Max Ophüls.



21. La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955) de Charles Laughton.



22. Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945) de Marcel Carné. 



23. Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman. 



24. Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953) de Kenji Mizoguchi.



25. Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de F.W. Murnau.



26. Rashomon (ídem, 1950) de Akira Kurosawa.  



27. Hamlet (Gamlet, 1964) de Grigori Kozintsev. 



28.  Capricho imperial (The Scarlet Empress, 1934) de Josef von Sternberg.



29. Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948) de Max Ophüls. 



30. Senso (ídem, 1954) de Luchino Visconti. 


31. Los violentos años veinte (The Roaring Twenties, 1939) de Raoul Walsh.



32. Luces de la ciudad (City Lights, 1931) de Charles Chaplin. 



33. Yi Yi (ídem, 2000) de Edward Yang.  



34. Barry Lyndon (ídem, 1975) de Stanley Kubrick. 



35. L´Atalante (ídem, 1934) de Jean Vigo.



36. Nubes flotantes (Ukigumo, 1955) de Mikio Naruse.



37. Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) de Ingmar Bergman.



38. 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) de Stanley Kubrick.



39. Nazarín (1959) de Luis Buñuel.



40. La quimera del oro (The Gold Rush, 1925) de Charles Chaplin.



41. El gatopardo (Il gattopardo, 1963) de Luchino Visconti.



42. El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920) de Robert Wiene.



43. La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) de Alfred Hitchcock.



44. Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946) de William Wyler. 



45. La parada de los monstruos (Freaks, 1932) de Tod Browning. 



46. Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) de Akira Kurosawa.



47. Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) de John Ford.  




48. Extraños en un tren (Strangers on a Train, 1951) de Alfred Hitchcock. 




49. Scarface, el terror del hampa (Scarface, 1932) de Howard Hawks.  




50. Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942) de Ernst Lubitsch. 




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