Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) de David Lean.


De manera fortuita, un hombre (Trevor Howard) y una mujer (Celia Johnson) casados se conocen en una estación de tren. Este encuentro inicialmente programado por el azar, se irá repitiendo, ya de forma intencionada, semana tras semana, dando lugar a una intensa y sentida historia de amor. 


En opinión de quien suscribe estas líneas, Breve encuentro, adaptación de la pieza teatral de un solo acto Still Life de Noël Coward, constituye el mayor logro cinematográfico de David Lean. Este modesto y sencillo (sólo en apariencia) drama romántico, ha conmovido desde el momento de su estreno a varias generaciones de cinéfilos que no logran oponer resistencia al cúmulo de emociones y sentimientos universales que de él emanan. Porque ¿alguien cree de verdad que lo que aquí se expone no le puede ocurrir? Apuesto a que no. 

Emulando a Gabriel García Márquez, podríamos afirmar que Brief Encounter es la crónica de una muerte anunciada, ya que todos, incluso los propios personajes, somos conscientes de que la historia de amor que se nos presenta está condenada a no ir más allá de unos cuantos encuentros efímeros (la estación de tren, lugar de paso, es una adecuada metáfora de los mismos). Es precisamente ahí donde reside el halo trágico y amargo que envuelve todo el filme, y que se ve acentuado de manera magistral con la expresionista atmósfera creada por la fotografía de Robert Krasker. 


Nos encontramos ante una película de gestos, de reveladoras miradas, de besos y abrazos furtivos, y de palabras que aspiran a la caricia y el consuelo en los momentos en los que todo parece perdido. Su visionado invita a reflexionar acerca de la relativa importancia del tiempo, subordinado al eterno recuerdo de un paseo en barca, una tarde en el cine o una mano que se posa sobre nuestro hombro antes de emprender el vuelo definitivo. Es posible que la existencia de Laura y Alec (inolvidables composiciones de Johnson y Howard) se prolongue durante muchos años, pero sus vidas siempre quedarán ancladas a esos jueves en los que, por primera y única vez, sintieron cómo sus seres se desprendían del yo para fusionarse con el otro.

Lean narra con sensibilidad y utiliza de un modo verdaderamente admirable algunos recursos como el flashback, la voz en off (resignada confesión interior de Laura a su marido), la música (Concierto para piano nº2 de Rachmaninoff) o los efectos de sonido (las bocinas que marcan las llegadas y salidas de los trenes que unen y separan los destinos de los protagonistas).  


Por todo lo anteriormente dicho y por muchas otras cosas que cabría comentar, Breve encuentro se eleva como uno de los clásicos esenciales del cine romántico de todos los tiempos. Imprescindible.

Veinticinco años sin Cary Grant: sus mejores películas.






Bristol, 18 de Enero de 1904 - Davenport, Iowa, 29 de Noviembre de 1986. 




La Venus rubia (Blonde Venus, 1932) de Josef von Sternberg.



La pícara puritana (The Awful Truth, 1937) de Leo McCarey.



La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, 1938) de Howard Hawks.



Vivir para gozar (Holiday, 1938) de George Cukor. 



Gunga Din (ídem, 1939) de George Stevens.



Sólo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) de Howard Hawks.



Historias de Filadelfia (The Philadelphia Story, 1940) de George Cukor.



Luna nueva (His Girl Friday, 1940) de Howard Hawks.



Sospecha (Suspicion, 1941) de Alfred Hitchcock.



Arsénico por compasión (Arsenic and Old Lace, 1944) de Frank Capra.



Encadenados (Notorious, 1946) de Alfred Hitchcock.



La novia era él (I Was a Male War Bride, 1949) de Howard Hawks.



Me siento rejuvenecer (Monkey Business, 1952) de Howard Hawks.



Atrapa a un ladrón (To Catch a Thief, 1955) de Alfred Hitchcock.



Bésalas por mí (Kiss Them for Me, 1957) de Stanley Donen.



Tú y yo (An Affair to Remember, 1957) de Leo McCarey.



Indiscreta (Indiscreet, 1958) de Stanley Donen.



Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) de Alfred Hitchcock.



Charada (Charade, 1963) de Stanley Donen.

El año pasado en Marienbad (L'annèe dernière à Marienbad, 1961) de Alain Resnais.


En un suntuoso hotel barroco, un extraño (Giorgio Albertazzi) trata de persuadir a una mujer (Delphine Seyrig) para que abandone a su marido (Sacha Pitoëff) en virtud de una supuesta promesa que ella le hizo el año anterior, pero de la que dice no recordar nada. 


Pedante, artificioso y plúmbeo ejercicio cinematográfico con el que el director francés Alain Resnais trata de ahondar en los laberínticos recovecos de la memoria con la intención de plasmar la imposibilidad material de dar alcance al objeto/ser deseado. El bizantinismo, la arbitrariedad y lo absurdo se dan la mano en uno de los filmes más flagrantemente sobrevalorados de la historia del cine. 

A partir de un guión pretencioso y reiterativo hasta el hartazgo del novelista y también realizador Alain Robbe-Grillet, Resnais rompe con las reglas convencionales del tiempo y el espacio de manera caprichosa y en absoluto justificada, amparándose en el carácter abiertamente enigmático del relato. El año pasado en Marienbad no ofrece respuestas. Ni tan siquiera plantea las preguntas adecuadas, por lo que el resultado final queda demasiado expuesto a la exégesis subjetiva del espectador; quien, viéndose fácilmente impresionado por las aspiraciones intelectuales y artísticas de la película, puede acabar por elevarla a una categoría del todo inmerecida.


El incoherente y soporífero desarrollo de la cinta, queda compensado, en parte, por su refinada y medida puesta en escena, en la que destacan la hermosa composición de los planos, el hábil manejo de los espacios (esos travellings a través de las lujosas estancias y pasillos del hotel) y la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Sacha Vierny. Los personajes, en cambio, carecen de cualquier tipo de entidad. Tampoco ayuda a la degustación del trabajo, la cargante música para órgano compuesta por Francis Seyrig, que se entremezcla con la supuestamente poética y evocadora voz en off del protagonista (un pelmazo en toda regla).


L'annèe dernière à Marienbad es, a pesar de todo, un filme muy singular, tan atrayente como insufrible; muy alejado, en cualquier caso, de esa pretendida cumbre del séptimo arte que algunos han querido ver.

El estrangulador de Boston (The Boston Strangler, 1968) de Richard Fleischer.


La ciudad de Boston se está viendo atemorizada por una serie de crímenes de carácter sexual, que se suceden sin que la policía consiga dar con el responsable. John S. Bottomly (Henry Fonda),  reconocido experto en leyes y hombre de aguda perspicacia, es el elegido para coordinar las, hasta ahora, infructuosas investigaciones. 


Brillante y estremecedor thriller policíaco que adapta una obra de Gerold Frank que, a su vez, se inspira en los truculentos hechos reales acometidos por Albert DeSalvo, autor confeso del asesinato de trece mujeres en el área de Boston entre junio de 1962 y enero de 1964. 

Narrada de manera sobria y precisa por el casi siempre eficiente Richard Fleischer, la película, que en determinados momentos roza la crónica documental, es conocida, entre otras cosas, por el magistral uso que hace del formato Polivisión (también denominado Split screen), que consiste en dividir el encuadre en varias pantallas más pequeñas, con el objetivo de ofrecer distintos puntos de vista de una misma escena o plasmar de forma paralela acontecimientos que están teniendo lugar en diferentes espacios.

El filme se estructura en dos partes claramente diferenciadas y de similar duración. En la primera asistimos a algunos de los crímenes del psicópata sin que, en ningún caso, se nos muestre su identidad. De forma paralela, Fleischer nos muestra las pesquisas de un cuerpo de policía que se halla atónito y perdido; impotente ante la ininterrumpida serie de asesinatos. Una vez que el personaje de Fonda se hace cargo del caso, se establece un plan racional de vigilancia y búsqueda, basado en el control de aquellos individuos de los que se tiene constancia de que mantienen una conducta sexual desviada: mirones, acosadores, exhibicionistas, perturbados, homosexuales, sádicos… En realidad, la intención del director no es otra que la de realizar una incómoda radiografía del comportamiento sexual de una parte de la sociedad norteamericana. 



Para sorpresa del espectador, la segunda parte de la cinta se inicia con la presentación del asesino. No es que se nos revele de un modo explícito, al menos no ahora, pero basta con la forma en la que Fleischer filma la escena para reconocerlo: un lento travelling describe un semicírculo en su acercamiento al personaje, que aparece sentado en una estancia sombría. Está viendo en la televisión las noticias que anuncian la muerte del presidente Kennedy tras sufrir un atentado. Su rostro refleja un estado de enajenación total. No hay duda, es él. A los pocos segundos advertimos que no está solo, sino en compañía de su mujer e hijos, lo que hace que la escena resulte aún más escalofriante. La cámara lo sigue cuando se levanta (no ha habido ningún corte desde que se inició el plano) y sale de su apartamento. Le ha dicho a su esposa que tiene que salir para terminar un trabajo. Gracias a la maestría del realizador, todos sabemos ya a qué tipo de trabajo se refiere.

Dentro de esta segunda parte de la película, me gustaría resaltar las secuencias que transcurren en el interior de la sala de interrogaciones, una vez que el sospechoso es detenido casi por casualidad. En ellas, los dos personajes principales se enfrentan cara a cara, y Fleischer las dota de un enorme valor simbólico (el uso del espejo y la sobria, casi abstracta, concepción de la estancia para proyectar la dualidad y las lagunas mentales del verdugo/víctima).


Fonda está espléndido, como siempre, pero el que verdaderamente brilla con su inesperada y asombrosa interpretación (probablemente la mejor de toda su carrera), es un casi irreconocible Tony Curtis.

El estrangulador de Boston es un trabajo magnífico, casi redondo, que invita a la reflexión y provoca un hondo desasosiego.

La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville.


Madrid, finales del siglo XIX. Una noche, mientras juega a la ruleta en un casino, Basilio Beltrán (Antonio Casal) recibe la visita del espectro de Don Robinson de Mantua (Félix de Pomés), quien tras ayudarle a ganar algo de dinero, le revela que no se suicidó, tal y como todos creen, sino que realmente fue asesinado. El fantasma solicita la ayuda del joven, ya que su sobrina Inés (Isabel de Pomés) corre un grave peligro.


Creo, sinceramente, que La torre de los siete jorobados, obra cumbre del inquieto y polifacético Edgar Neville que adapta una novela de Emilio Carrere, es la más interesante aportación de la cinematografía española al género fantástico. Esta rara avis de nuestro cine, impregnada de casticismo por los cuatro costados, mezcla con indudable habilidad misterio, trama detectivesca, terror gótico, humor y romance. El resultado es tan inesperado como atrayente.


La película, de conseguidísima atmósfera expresionista, está influida tanto por las cintas de horror de la Universal como por los thrillers de la etapa alemana de Fritz Lang. Nunca las calles del viejo Madrid resultaron tan inquietantes: plagadas de luces y sombras, de aparecidos, de sospechosos jorobados y de signos cabalísticos que es preciso descifrar. Las investigaciones conducirán al curioso Basilio a descubrir una torre que, paradójicamente, no se erige sobre el suelo, sino que se hunde en las profundidades hasta desembocar en una ciudad subterránea que da cobijo a una banda de jorobados criminales encabezados por el languiano Doctor Sabatino (Guillermo Marín). Según cuenta la leyenda, esta ciudad, que nos recuerda mucho al submundo obrero de Metrópolis, fue creada por los judíos para ocultarse en ella cuando se decretó su expulsión de la Corona de Castilla a finales del siglo XV. Los decorados de la torre descendente y de la ciudad, son realmente magníficos; sorprendentes en su imaginativa y lograda concepción.


La excelente fotografía en blanco y negro de Enrique Berreyre, la buena labor de todos los intérpretes y la cuidada realización de Neville, contribuyen a convertir a la presente obra en un entretenimiento impagable. La torre de los siete jorobados: una verdadera joya a redescubrir por los cinéfilos amantes del género.

Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die Bitteren tränen der Petra von Kant, 1972) de Rainer Werner Fassbinder.


Petra von Kant (Margit Carstensen) es una afamada diseñadora de moda que vive junto con su sirvienta muda, Marlene (Irm Hermann). A través de una antigua amiga conoce a Karin (Hanna Schygulla), una joven aspirante a modelo de la que se enamora perdidamente. 


Extremo y brillante melodrama lésbico de gran calado psicológico con el que Fassbinder, uno de los más destacados representantes del llamado Nuevo cine alemán, adaptaba a la gran pantalla su propia obra teatral. El filme constituye un perfecto ejemplo de lo que es un Kammerspielfilm: pieza cinematográfica de cámara que respeta, aunque no en el sentido más estricto, las tres unidades clásicas de tiempo, lugar y acción.

Haciendo uso de un único decorado, una de las estancias del apartamento de la protagonista, el cineasta germano nos ofrece una cruda, claustrofóbica, pesimista y estilizada reflexión sobre la dominación, el deseo, los celos y el dolor en las relaciones humanas. La película se estructura en cuatro actos, cerrados con fundidos en negro, y un epílogo. En función del contenido de los mismos, me he tomado la libertad de otorgarles un título:

- Acto primero: la inseguridad cubierta con los ropajes de la liberación.
- Acto segundo: el sutil juego de la seducción.
- Acto tercero: hastío y asco derivados de la convivencia.
- Acto cuarto: desesperación.
- Epílogo: toma de conciencia de la realidad.


De los seis personajes, todos ellos femeninos, que aparecen a lo largo del metraje, sólo dos están siempre presentes: Petra von Kant y su silente esclava. Esta última, que se mantiene fiel a su señora porque la ama, se hace advertir (intencionadamente) incluso estando fuera de campo, como cuando escuchamos su violento y celoso mecanografiado al percatarse de que su ama está seduciendo a la joven modelo. 

La influencia pictórica de Klimt se hace evidente en una puesta en escena en la que destacan la bella composición de planos y una precisa planificación de las tomas más largas (muy frecuentes). A través de múltiples angulaciones y delicados movimientos de cámara, el director trata de agilizar una narración inevitablemente teatral. El decorado evoluciona con el transcurrir de los actos, despojándose progresivamente de elementos ornamentales y tornándose más sobrio como reflejo del vacío existencial al que se encamina la protagonista.


Por su radicalidad expresiva, Die Bitteren tränen der Petra von Kant no es un trabajo que se deguste con facilidad. No obstante, si aceptamos el fascinante juego que nos propone Fassbinder, nos encontraremos ante un exquisito bocado del mejor y más personal cine.

La evasión (Le trou, 1960) de Jacques Becker.


En 1947, en la prisión parisina de La Santé, el joven Claude Gaspard (Marc Michel), acusado de intento de homicidio por parte de su mujer, es transferido a una celda junto a otros cuatro prisioneros (Jean Keraudy, Philippe LeRoy, Raymond Meunier, Michel Constantin). Estos han elaborado un pormenorizado plan para fugarse del que harán partícipe al nuevo inquilino.


Magistral película del cineasta francés Jacques Becker, quien moriría sólo unas semanas después de finalizar el rodaje sin haber concluido la mezcla de sonido (su hijo, el también director Jean Becker, se encargó de completar el proceso de posproducción). Dentro del subgénero carcelario, considero que Le trou es el exponente más brillante e influyente jamás realizado. El filme adapta una novela de José Giovanni que se basa en un hecho real, tal y como Jean Keraudy, uno de los verdaderos protagonistas del suceso e intérprete en la cinta, asegura en el prólogo de la misma dirigiéndose directamente a la cámara (a nosotros los espectadores).

Becker, que utiliza a actores semiprofesionales en su mayoría y se inspira en la austeridad de los trabajos de Robert Bresson (aunque se aleja por completo de las pretensiones trascendentales del autor de Pickpocket), nos ofrece una rigurosa y detallada narración, otorgando al conjunto del relato el ritmo y la tensión adecuadas. Los escenarios en los que se desarrolla la acción son escasos, limitándose a las cuatro paredes de la celda, algún pasillo de la prisión y los túneles subterráneos por los que los protagonistas tratarán de escapar.


Minuciosa hasta el extremo en la descripción de los hechos que se exponen, la obra se eleva a la categoría de extraordinaria (Jean-Pierre Melville la consideraba la mejor película francesa de la historia), no ya por su indiscutible pericia técnica en el manejo de espacios reducidos y claustrofóbicos, que también, sino por lo auténticos y cercanos que resultan sus entrañables personajes. De sus palabras, miradas y gestos cómplices, emana un sentido de la camaradería que sólo encontramos, a tales niveles, en algunos trabajos de Howard Hawks.


El inesperado giro final de los acontecimientos, dota a La evasión de una dimensión trágica que la convierte en un largometraje definitivamente único e imborrable.

Mishima: una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985) de Paul Schrader.


El filme nos ofrece retazos de la vida y obra de Yukio Mishima (Ken Ogata), al que se considera uno de los más grandes autores literarios de la historia de Japón.


Fascinante e inspirada película biográfica sobre la controvertida figura del escritor y dramaturgo nipón Yukio Mishima, quien el 25 de Noviembre de 1970, junto con otros cuatro miembros de la Sociedad del Escudo (milicia privada formada por Mishima con el objetivo de defender los valores del Japón tradicional), asaltó en Tokio un cuartel general del ejército; y tras dar un discurso desde el balcón a las tropas allí presentes en favor de la restauración del poder del emperador, se suicidó mediante el ritual seppuku.

Aún me sorprende que la anquilosada industria de Hollywood diera vía libre a la producción de una obra tan inusual y arriesgada como la que ahora nos ocupa, aunque mucho tuvo que ver el apoyo que Schrader recibió de directores como Francis Ford Coppola o George Lucas, que ejercieron como productores ejecutivos de la misma. El propio Schrader y su hermano Leonard, escribieron conjuntamente el complejo guión que nos introduce en el mundo interior de este contradictorio y peculiar personaje.

La cinta, rodada íntegramente en japonés, se estructura en cuatro capítulos (Belleza, Arte, Acción y Armonía de la pluma y la espada) en los que se alternan presente, pasado y evocaciones de algunas de las obras de Mishima.


El tiempo presente se reduce a las últimas horas de la vida del escritor, horas en las que ejecutó, con la ayuda de sus acólitos, el minucioso plan anteriormente citado. En el transcurso de las mismas, su reflexiva voz en off (en el estreno americano se utilizó la voz en inglés de Roy Scheider en lugar de la de Ken Ogata) nos conduce a través su pasado, filmado en un sobrio blanco y negro. Se nos muestran escenas de su infancia, marcada por el excesivo proteccionismo al que lo sometió su abuela; de su adolescencia, donde descubre su vocación artística y su incipiente homosexualidad; de su juventud, en la que alcanza el éxito y reprime su yo bajo máscaras sociales; y de su madurez, durante la que extrema y radicaliza sus ideas y obsesiones. Schrader también rememora varios de sus trabajos literarios (El pabellón de oro, La casa de Kyoko y Caballos desbocados) mediante una experimental e inventiva puesta en escena caracterizada por unos decorados coloridos y minimalistas. En estas representaciones advertimos el afán rebelde de Mishima, su fetichista atracción por la muerte y el desencanto que le producía vivir en una sociedad carente de espiritualidad y ajena a los valores tradicionales del país del sol naciente.


Cabe destacar, la excelente fotografía de John Bailey, el sólido trabajo interpretativo de Ken Ogata y la inolvidable partitura de Philip Glass.

No dejen de visionar Mishima: A Life in Four Chapters, uno de los filmes más originales y destacados del cine norteamericano de los años ochenta.

El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011) de Béla Tarr.


“Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo podríamos reconfortarnos, los asesinos de todos los asesinos? El más santo y el más poderoso que el mundo ha poseído se ha desangrado bajo nuestros cuchillos: ¿quién limpiará esta sangre de nosotros? ¿Qué agua nos limpiará? ¿Qué rito expiatorio, qué juegos sagrados deberíamos inventar?...”

 Nietzsche, La gaya ciencia, sección 125

Se narra el día a día de un viejo campesino tullido (János Derzsi) y su hija (Erika Bók), quienes tratan de sobrevivir en un contexto de miseria marcado por una virulenta tormenta de viento que parece no cesar. 


El autor húngaro se despide del cine con esta extrema, áspera y apocalíptica pieza maestra titulada El caballo de Turín. Una película que, a buen seguro, perdurará en el tiempo como sólo las más grandes lo hacen.

 La obra se inicia con una referencia a la anécdota que protagonizó el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en 1889, cuando paseaba por la Plaza Carlo Alberto de Turín. Según se cuenta, fue allí donde, al ver cómo un cochero maltrataba a su caballo, Nietzsche se dirigió entre sollozos al animal, abrazándolo e implorándole perdón en nombre de toda la humanidad. A partir de ese momento, el filósofo dejó de escribir, aislándose del mundo y hundiéndose en una profunda locura que le acompañaría hasta su muerte, acaecida diez años después. ¿Es ese caballo el mismo que aparece a lo largo de todo el metraje? Podría ser, o no, aunque tampoco se trata de una cuestión que importe demasiado. Si Tarr cita a Nietzsche es, fundamentalmente, porque algunos conceptos de su filosofía, tales como la muerte de Dios o el eterno retorno, inundan todo el filme.


A Torinói ló se atiene, con matices, a las tres unidades dramáticas (tiempo, lugar y acción) establecidas por Aristóteles en su Poética. La acción, que es mínima y reiterada a modo de bucle, se estructura en el transcurso de seis días, y sólo se ve alterada con pequeños detalles que en un principio pueden pasar desapercibidos para el espectador, pero que ya anticipan el final (el repentino silencio de la carcoma, el cambio en el comportamiento del caballo, la llegada de los alborotadores gitanos, el pozo que se seca…). Este número de días no es precisamente casual, ni mucho menos, sino que encierra un fuerte contenido simbólico: Tarr destruye el mundo en el mismo número de días en el que Dios lo creó.

Apenas hay diálogo entre los personajes, y la voz en off de un narrador omnisciente puntea el relato en alguna ocasión. No vemos más que el interior de la vieja casa de piedra y sus alrededores, que se ven azotados por la furibunda e interminable tormenta. La espléndida y minimalista partitura de Mihály Vig, también se repite una y otra vez. ¿Qué es lo que pretende el cineasta con tanta sobriedad y renuncia? Expresar el vacío existencial y el sinsentido de la vida. El decadente tránsito de la luz a las sombras. 

Estilísticamente hablando, nos encontramos ante el trabajo más radical y depurado del autor de Armonías de Werckmeister, que lleva hasta el extremo su caligrafía basada en la sucesión de larguísimos planos secuencia. Un dato servirá para ejemplificar lo que digo: únicamente 30 planos en 146 minutos. La extraordinaria y tenebrista fotografía en blanco y negro de Fred Kelemen envuelve al conjunto. 


Tanto por su forma como por su contenido, El caballo de Turín no es un filme apto para todos los públicos. De hecho, no se lo recomendaría a nadie que no hubiese visto previamente alguna otra obra de su director. Sólo los que ya conocen y admiran la filmografía de este singular e imprescindible realizador, podrán disfrutar del exasperante y desesperanzador alarido de arte que esta película nos ofrece.


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