Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) de Friedrich Wilhelm Murnau.


Año 1838. El joven Hutter (Gustav von Wangenheim) y su esposa Ellen (Greta Schröder), mantienen una idílica existencia en la ciudad alemana de Wisborg, hasta que cierto día, Knock (Alexander Granach), el siniestro jefe de la compañía inmobiliaria en la que trabaja Hutter, envía a éste hasta la inhóspita Transilvania, en donde debe encontrarse con el misterioso conde Orlok (Max Schreck) para cerrar la venta de una vieja propiedad. 


Dentro de poco se cumplen noventa años desde que Nosferatu, eine Symphonie des Grauens se estrenara en el zoológico de Berlín. Casi un siglo después de aquel acontecimiento, podemos afirmar que la obra maestra de Murnau continúa siendo uno de los mejores filmes de horror jamás filmados y, con permiso del Vampyr de Dreyer, la cumbre del subgénero vampírico.

Libre adaptación de la novela Drácula del escritor irlandés Bram Stoker (no se hizo uso del título ni de los nombres originales del texto literario para así evitar pagar los consiguientes derechos de autor, decisión que estuvo a punto de conllevar la destrucción total de la obra tras la demanda efectuada por la viuda del novelista), la película se mantiene vigente gracias a su inigualable fuerza expresiva, a su mórbido sentido del lirismo y al terror primigenio, pavoroso en ocasiones, que su visionado sigue produciendo a día de hoy.


En su ensayo Vampyres: Lord Byron to Count Dracula, el estudioso Christopher Frayling señala que hay cuatro vampiros arquetípicos en la literatura europea del siglo XIX: el satánico, como el Lord Ruthven de Polidori; el psíquico, como El Horla de Maupassant; la mujer fatal, como la condesa Aurelia de Hoffmann; y el folclórico, como El viyi de Gógol. Pues bien, ahora que andamos inmersos en el ámbito del séptimo arte, podríamos añadir a esa clasificación el arquetipo del vampiro cinematográfico; y no creo que haya otro que pueda representarlo mejor que el conde Orlok, magistralmente compuesto por un tétrico, lánguido y monstruoso Max Schreck.  

Murnau combina de manera brillante la realidad con la fantasía, el romanticismo con el horror y el expresionismo, imperante en las escenas de interiores, con el naturalismo documentalista de las secuencias al aire libre; evidenciando en todo momento una notable influencia pictórica de autores como Caspar David Friedrich, Carl Spitzweg o Arnold Böcklin. 


El filme fue rodado íntegramente a plena luz del día, lo que hizo que el cineasta utilizara tintados y virados de diferentes colores (amarillos, verdes y rosáceos fundamentalmente) para conseguir el aspecto lumínico deseado en cada momento. Actualmente podemos disfrutar de la obra tal y como Murnau la concibió (incluida la extraordinaria partitura original de Hans Erdmann), gracias a la ejemplar restauración llevada a cabo hace unos años por la Fundación Friedrich Wilhelm Murnau.

J. Edgar (ídem, 2011) de Clint Eastwood.


Un envejecido John Edgar Hoover (Leonardo DiCaprio), rememora desde su despacho en Washington sus experiencias al frente de la Oficina Federal de Investigación (FBI), de la que lleva siendo director casi medio siglo.


Clint Eastwood, uno de los autores esenciales del cine norteamericano de las últimas décadas, firma con J. Edgar su particular Ciudadano Kane (los paralelismos con la obra maestra de Orson Welles son más que evidentes). Sorprende que un filme tan notable y complejo, fascinante por momentos, como el que ahora nos ocupa, haya sido mal recibido por buena parte de la crítica de su propio país. No obstante, la sensación de sorpresa se minimiza si tenemos en cuenta su carácter incómodo y desmitificador; ya que, aunque sea con elegante sutileza, no deja demasiado bien parados a algunos de los personajes clave de la historia estadounidense del pasado siglo. De todos modos, su envoltura histórico-política no es más que eso, una envoltura, puesto que lo esencial, el verdadero centro gravitatorio de la película, es el drama vital de su protagonista: un hombre poderoso que, como el Charles Foster Kane de la citada obra de Welles, se ve atormentado por una serie de complejos y fantasmas interiores que le impiden alcanzar un estado mínimo de felicidad. En este caso, su “Rosebud” no es un viejo trineo que le retrotrae a una idílica infancia, sino un amor homosexual, emotivo y duradero, que nunca llegará a culminar por miedo a la sociedad y a una madre castrante.


Uno de los elementos más destacados de la película, es la naturalidad y simpleza de sus continuos tránsitos espacio-temporales, que en ningún momento parecen forzados. Esas idas y venidas entre tiempos y lugares, se integran de manera adecuada en la ejemplar, sobria y serena narrativa eastwoodiana. La monocroma fotografía de Tom Stern, cada vez más cercana al blanco y negro, enfatiza el clasicismo de un relato que, al igual que su contradictorio protagonista, se debate entre las luces y las sombras, entre las verdades y las mentiras, entre la realidad y la leyenda. 

Pese a lo horripilante y guiñolesco del maquillaje, más propio de la sección de celebrities de Muchachada Nui que de una producción de esta envergadura, DiCaprio se muestra colosal y portentoso en su encarnación de Hoover, ofreciendo la que probablemente sea la mejor interpretación de toda su carrera.


Es cierto que el guión de Dustin Lance Black (Mi nombre es Harvey Milk) se olvida de varios de los pasajes más sombríos de la vida del controvertido director del FBI (el caso Rosenberg o su supuesta implicación en el asesinato de Luther King), pero es que el autor de Bird no parece demasiado interesado en emitir un juicio moral al respecto, sino que opta por humanizar su figura, compadecerla, independientemente del mayor o menor peso de sus virtudes y defectos, de las cosas buenas o malas que hizo durante su vida. He aquí su gran acierto.

J. Edgar es una excelente película, a pesar de la torpe labor del equipo de maquillaje y de la mierda que se ha vertido sobre ella. No se la pierda.


La máscara del demonio (La maschera del demonio, 1960) de Mario Bava.

 
Moldavia, siglo XIX. El profesor Kruvajan (Andrea Checchi) y el joven doctor Gorobec (John Richardson), viajan a través de inhóspitas tierras para acudir a un congreso. Tras sufrir un leve percance, llegan a una derruida iglesia en cuya cripta principal está enterrada una bruja, la princesa Asa (Barbara Steele), que fue ajusticiada por la Inquisición dos siglos atrás junto con su amante, el príncipe Javutich (Arturo Dominici). De manera no intencionada, la bruja será resucitada, aunque para volver a tener una existencia plena, deberá poseer el cuerpo de la joven Katia (también Barbara Steele), una descendiente de idéntico físico al suyo.


Uno de los títulos más célebres del fantástico europeo, considerado de culto a día de hoy, es La maschera del demonio; filme italiano que supuso el debut como realizador en solitario de Mario Bava. La película es una adaptación libre de Viyi, un magistral cuento de terror del escritor ucraniano Nicolái Gógol.

Si por algo destaca la cinta que ahora nos ocupa, es por su extraordinaria, decadente, lúgubre y estilizada imaginería gótica. Todo un lujo que hará las delicias de los amantes del género. Bosques densos y oscuros, furibundas tormentas, aullidos fantasmales, brumosos cementerios, criptas putrefactas, ocultos pasadizos, jardines marchitos, tenebrosas estancias y maldiciones familiares plagan un relato que versa sobre la brujería y el vampirismo.


La obra arranca con un soberbio prólogo que nos retrotrae al siglo XVII, concretamente a la noche en la que los dos amantes son ejecutados por practicar magia negra. Como castigo, a ambos se les colocan unas monstruosas máscaras con púas que provocan su muerte. La lluvia torrencial que se inicia tras la maldición entonada por la bruja antes de morir, impedirá que los cuerpos sean consumidos por las llamas. Es cierto que a partir de ahí, el filme se vuelve algo convencional en su desarrollo, con caracteres ciertamente impersonales, una exposición de situaciones ya vistas en el género y subtrama amorosa que no se adecua demasiado al resto del conjunto. Sin embargo, su malsana atmósfera y lo conseguidas que están determinadas secuencias (las resurrecciones de la princesa Asa y del príncipe Javutich provocarán más de un sudor frío por la espalda del espectador), elevan a la película a la categoría de indiscutible clásico.


Un punto y aparte merece la sexualidad desprendida por la presencia de Barbara Steele, quien tras aparecer aquí, acabaría convirtiéndose en la musa más reclamada y deseada del gótico italiano.

Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958) de Alfred Hitchcock.


Ciudad de San Francisco. “Scottie” Ferguson (James Stewart), experimentado detective que padece acrofobia, decide retirarse tras un desgraciado incidente que le cuesta la vida a un compañero durante un acto de servicio. Gavin Elster (Tom Helmore), un antiguo colega de estudios, lo contrata para que siga a su bella esposa Madeleine (Kim Novak), la cual parece poseída por el espíritu de su bisabuela. 


Tratar de escribir sobre Vértigo, una de las obras más hermosas, complejas, fascinantes e influyentes de la historia del cine, me parece una verdadera temeridad; y es que no creo que existan reflexiones o análisis que puedan condensar, ni siquiera de un modo ínfimo, la sabiduría cinematográfica que desprenden todas y cada una de las hipnóticas e imborrables imágenes que la conforman.

 Nos encontramos, qué duda cabe, ante el mejor y más personal filme de Alfred Hitchcock; aquel en el que el maestro inglés plasmó, como en ningún otro, sus más profundas obsesiones y querencias. Está basado en la novela D´entre les morts de Pierre Boileau y Thomas Narcejac, aunque en donde realmente bebe su espíritu es en algunos de los relatos de Edgar Allan Poe, uno de los escritores favoritos del autor de Rebeca. Al conocedor de la obra del literato de Boston, no le resultará complicado hallar en la cinta que ahora nos ocupa claras reminiscencias de textos como Ligeia, El retrato oval o Berenice.


La película posee una estructura narrativa helicoidal, con dos partes claramente diferenciadas que, en términos de espacios y situaciones, suponen una reiteración. La primera de ellas se atiene a las constantes del relato gótico, con aparentes presencias fantasmales, una mujer misteriosa, referencias a leyendas del pasado, cementerios neblinosos y construcciones de otra época. Durante esta parte, el personaje de James Stewart se enamorará perdidamente de una fantasía, ya que la Madeleine que él ve no existe realmente. Existen la verdadera Madeleine y Judy, pero no la Madeleine, mezcla de ambas, que se crea en su psique. “Scottie” queda preso de esa ilusión, de modo que aunque la acción avance, su mente permanece anclada al pasado. Es por ello que la segunda parte del filme, no es sino una repetición de la primera, un tránsito aletargado y cuasi onírico por aquellos lugares y rincones que le recuerdan a su amada.

 La forma espiral o circular, símbolo de la patológica y mórbida obsesión amorosa que sufre el protagonista, está presente a lo largo de todo el metraje: el ya mítico torbellino que aparece en los extraordinarios títulos de crédito iniciales diseñados por Saul Bass, la sensación de vértigo y mareo que acucia a “Scottie” (todo el mundo que haya padecido esta molesta enfermedad sabrá a lo que me refiero), las escaleras que ascienden al campanario, el moño que lucen Madeleine y su bisabuela Carlotta, el ramo de flores que portan ambas, el travelling de 360 grados que Hitchcock utiliza en una determinada escena… Todo remite al círculo, la forma geométrica perfecta, en Vértigo.


Técnicamente es una película brillantísima, se diría que sus ciento veinte minutos de duración contienen todo el saber fílmico. Si en verdad alguien quiere saber lo que es el cine, que vea Vértigo, que la vea una y otra vez. De entre los mil y un recursos usados por el maestro del suspense, destacaría el efecto del vértigo que consiguió mediante la combinación de un zoom con un travelling de retroceso. Un innovador y genial truco de cámara del que posteriormente se valdrían decenas de directores, entre ellos el Steven Spielberg de Tiburón o el Peter Jackson de El señor de los anillos.

Con respecto a las influencias puramente cinematográficas que Hitchcock debió tener en cuenta a la hora de configurar esta rotunda obra maestra, cabe citar al Buñuel de Él (la cinta del genio de Calanda es citada visualmente en más de una ocasión), al Lang de Perversidad y al Preminger de Laura.


El gran James Stewart y una felina y huidiza Kim Novak, realizan las que probablemente sean las interpretaciones más logradas de sus respectivas carreras. Mención aparte merece la embelesante partitura de Bernard Herrmann, cuyo talento compositivo se elevó aquí a la enésima potencia, ofreciéndonos una de las mejores bandas sonoras de todos los tiempos.

Considero que no hay mejor forma de finalizar el comentario, que reproduciendo unos versos de Charles Baudelaire, el poeta romántico y maldito por excelencia. Su Himno a la belleza, bien podría estar dedicado a Madeleine/Judy o a cualquiera de las mujeres fatales que, en el séptimo arte, nos han subyugado aun a sabiendas de que tras sus delicadas facciones, se escondían los más oscuros y dañinos propósitos:



¿Vienes del hondo cielo o del abismo sales
Belleza? Tu mirada, infernal y divina,
confusamente vierte los favores y el crimen,
y por esto podrías al vino compararte.

En tus ojos contienes la aurora y el ocaso;
cual tormentosa noche tú derramas perfumes;
tus besos son un filtro y un ánfora tu boca
que al niño envalentona y acobardan al héroe.

¿De negra sima sales o de los astros bajas?
Tus enaguas, cual perro, sigue hadado el Destino;
vas al azar sembrando la dicha y los desastres,
y todo lo gobiernas y de nada respondes.

Caminas sobre muertos, Beldad, de los que ríes;
el Horror, de tus joyas no es la que encanta menos,
y entre tus más costosos dijes, el Homicidio
en tu vientre orgulloso danza amorosamente.

La cegada polilla vuela hacia ti, candela,
crepita, brilla y dice: bendigamos tal llama
Jadeando el amante sobre su hermosa, el aire
tiene de un moribundo que acaricia su tumba.

¿Qué vengas del Infierno o del Cielo, qué importa,
¡Belleza! ¡Monstruo enorme, ingenuo y espantoso!
Si tus ojos, tu risa, tu pie me abren la puerta
 de un infinito al que amo y nunca he conocido?

De Satán o de Dios, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa, si tú –hada de ojos de terciopelo-
vuelves –ritmo, perfume, luz, ¡oh mi única reina!-
menos horrible el mundo, los instantes más leves?


Los descendientes (The Descendants, 2011) de Alexander Payne.


Hawái. Tras un desgraciado accidente que deja a su esposa en estado de coma, Matt King (George Clooney), abogado de mediana edad, deberá reconducir la relación que mantiene con sus dos hijas: la resabiada Scottie (Amara Miller), de diez años, y la rebelde Alexandra (Shailene Woodley), de diecisiete. Por otro lado, de su decisión depende que se vendan las miles de hectáreas de territorio virgen que pertenecen a su familia desde la época colonial. La ya complicada situación, se verá acentuada cuando descubra que su mujer le estaba siendo infiel.


Tras la espléndida Entre copas (Sideways, 2004), una de las mejores comedias salidas de Hollywood durante la pasada década, Alexander Payne ha esperado más de un lustro para volver a colocarse detrás de las cámaras. El resultado es The Descendants, estimable drama con trazos de humor que adapta una novela de Kaui Hart Hemmings.

Si hay algo que hace interesante al cine de Payne, es la credibilidad humana que desprenden todos sus trabajos, su ácida visión de la existencia y de las relaciones personales. Al autor de A propósito de Schmidt, le gusta mimar las historias y personajes que aparecen en sus películas, lo que lo convierte en una especie de rara avis dentro del panorama cinematográfico norteamericano. Los descendientes es una propuesta inferior a su anterior obra, pero no por ello deja de ser un filme sólido y reflexivo, una prueba más de la sutil capacidad del director a la hora de tratar los temas más crudos y amargos desde una perspectiva resignada y sin perder nunca el sentido del humor. La vida es un asco, sí, pero no queda más remedio que vivirla.


La trama responde a un esquema nada original: distanciado padre de familia debe asumir sus responsabilidades como progenitor tras acontecimiento inesperado. Lo que la eleva por encima del mero telefilme de sobremesa, es el acertado tratamiento de los personajes y las situaciones, su limpieza narrativa (estupendos primeros minutos en los que la voz en off del protagonista nos introduce en la historia) y la magnífica labor de todo su reparto; en especial de George Clooney, que a su indudable carisma ha sabido sumar la templanza y el buen hacer que se derivan de la madurez. Su recorrido por el archipiélago hawaiano (idílico marco que Payne filma con justo comedimiento) en busca del amante de su mujer, le servirá para acercarse emocionalmente a sus hijas, tomar conciencia del pasado y suturar su orgullo herido a base de anteponer los más nobles sentimientos al vulgar rencor.


The Descendants es una buena película que, además de provocarles emociones dispares a lo largo de su metraje, les resultará sumamente agradable y entretenida.

Páginas del libro de Satán (Blade af Satans bog, 1921) de Carl Theodor Dreyer.


“El cineasta no tiene que interesarse por las cosas de la realidad, sino por la esencia que hay dentro y detrás de esas cosas”.

(Carl Th. Dreyer)

Tras pecar, Satán (Helge Nissen), el ángel caído, es condenado por Dios a vagar entre los hombres para tentarlos con la semilla del mal. La película nos muestra las andanzas de este personaje maldito a lo largo de cuatro períodos diferentes de la historia: la Palestina del siglo primero, la España inquisitorial, la Francia revolucionaria y la Finlandia de 1918. 


Blade af Satans bog, es una de las grandes obras silentes del maestro danés. Basado en una novela de Marie Corelli, el filme está influido por la monumental Intolerancia (Intolerance, 1916) de D. W. Griffith, y en él también encontramos algunos elementos que nos remiten al Melmoth el errabundo de Charles Robert Maturin (en ambos, el atormentado protagonista depende la voluntad humana para liberarse de su condena). Toda la película supone una reflexión sobre cómo el mal se posa sobre las almas (tema habitual en Dreyer), incitándolas a cometer actos que las acaban corroyendo.

El primer episodio se centra en los últimos días de la vida de Jesucristo (Halvard Hoff), justo antes de su prendimiento. Por todos es conocido que el proyecto soñado de Dreyer, no era otro que el de realizar una obra sobre la figura de Jesús de Nazaret. Lamentablemente (no tengo ninguna duda de que habría sido una de las mejores películas de la historia del cine), nunca consiguió llevarlo a buen puerto por falta de financiación, aunque nos dejó un excelente y detallado guión cuya lectura recomiendo a todos los admiradores del autor de Ordet.


Con un hermoso sentido pictórico de la composición que recuerda a la pureza de los prerrafaelitas, Dreyer ofrece su visión sobre algunos pasajes del Nuevo Testamento como la unción de Cristo, la última cena o la oración en Getsemaní. Aquí, el Diablo se encarna en un fariseo que convence a Judas (Jacob Texiere) para que traicione a su maestro. 

La segunda historia nos traslada a la Sevilla del siglo XVI. En ella, el director aborda uno de los asuntos que más tarde tratará en La pasión de Juana de Arco y Dies irae: el fanatismo religioso. Satán asume el rol de Gran Inquisidor que instiga a un monje (Johannes Meyer), para que este conduzca a la hoguera a la joven de la que está enamorado. Por su ascetismo estilístico y su abstracta puesta en escena, es el episodio que mejor anticipa hacia dónde se va a ir encaminando el lenguaje dreyeriano.


El tercer capítulo se ubica en la Francia de 1793, durante el período del “Terror Jacobino”. A mi juicio, es el más conseguido de todos, constituyendo en sí mismo una pequeña obra maestra. De manera paralela, narra dos dramas: el de la Reina consorte María Antonieta (Tenna Kraft), que encerrada en la prisión de la Conciergerie espera a ser guillotinada; y el de la condesa de Chambord (Emma Wiehe) y su hija Genevieve (Jeanne Tramcourt), que se ocultan en París para no ser descubiertas. El responsable del fatídico destino de las tres mujeres, será el mezquino Joseph (Elith Pio), quien no podrá resistirse a las tentaciones del Diablo. El tratamiento que Dreyer da al personaje de María Antonieta, a la que dota de una pose cercana a la santidad, es muy similar al que posteriormente dará a Juana de Arco en su filme de 1928.


La película se cierra con un episodio contemporáneo, probablemente el menos brillante de los cuatro, el cual acontece en medio de la guerra civil finlandesa de 1918. Al igual que sucediera en las dos historias anteriores, el deseo de poseer a una mujer será el desencadenante de la tragedia. La fémina en cuestión es Siri (Clara Pontoppidan), la única que no caerá en el malévolo juego de Satán, prefiriendo el sacrificio a la traición a su marido y a su patria. Destacan, por ser poco habituales en la filmografía del cineasta danés, las secuencias de acción, a las que Dreyer imprime el ritmo y la tensión adecuadas.


Pese a que, en términos generales, no alcance la sublime e incomparable maestría de sus mejores trabajos, Páginas del libro de Satán se revela como una obra esencial en la trayectoria de uno de los mayores artistas del séptimo arte.

M, el vampiro de Düsseldorf (M, 1931) de Fritz Lang.


Una ciudad alemana se está viendo atemorizada por un psicópata asesino de niñas. Pese al enorme despliegue llevado a cabo, la policía aún no ha conseguido encontrar ninguna pista que le conduzca al criminal. Por su parte, los líderes de las bandas de delincuentes, hartos de las sistemáticas y cada vez más frecuentes redadas policiales que están perjudicando sus negocios, deciden aunar fuerzas y atrapar por su cuenta al culpable de los truculentos asesinatos. 


Escalofriante thriller psicológico del maestro Lang, que firma aquí su primera película sonora y una de las más tempranas obras maestras del cine postsilente. Este filme, junto con Asfalto (Asphalt, 1929) de Joe May, debe ser considerado como uno de los antecedentes del noir; además, sienta las bases del subgénero de psycho-killers, por lo que su importancia y ulterior influencia resultan indiscutibles.

 El mayor interés de M, amén de su extraordinaria riqueza técnica, radica en el retrato doble que realiza: uno individual, el de una mente enferma incapaz de oponer resistencia a sus pulsiones sexuales y criminales (impresionante y sobrecogedora interpretación de Peter Lorre); y otro colectivo, el de una sociedad corroída que no duda en hacer uso de la violencia, aunque ello suponga poner en peligro la legalidad y el estado de derecho (la Alemania previa a la ascensión del ogro nazi). No deja de ser curioso, que Lang, en la ya mítica secuencia del “juicio” final, presente al verdugo como si se tratase de una víctima (en verdad lo es), y a las supuestas víctimas como si fuesen los verdugos. Este cambio de roles evidencia que el cineasta ya intuía lo que poco después iba a suceder en su país, cuando en las elecciones parlamentarias de julio de 1932, el partido nazi se convertiría en la primera fuerza política de Alemania al obtener casi catorce millones de votos.


El autor de Furia, filma el relato con precisión y milimétrico gusto por los detalles, acercándose por momentos a la crónica documental (la exposición de las investigaciones policiales, que incluyen análisis grafológicos y de huellas dactilares) y utilizando con maestría las nuevas posibilidades que ofrecía el sonoro (la utilización de un fragmento silbado del Peer Gynt de Edvard Grieg como Leitmotiv que identifica al asesino).

Además de la ya mencionada secuencia final, me gustaría resaltar otras dos (podrían ser más), que tienen en común el uso del montaje en paralelo: la que abre la película, en la que la frialdad del psicópata a la hora de engatusar con golosinas a una niña, contrasta con la progresiva preocupación de la madre de ésta, que la espera en casa mientras le prepara la comida; y aquella otra, muchas veces citada, donde Lang equipara a policías y delincuentes, al mostrar de forma paralela las reuniones de unos y otros, con el objetivo de dar solución a un problema que preocupa, por razones bien diferentes, a ambos bandos.


Como supongo que casi todos ustedes habrán visto el filme (de lo contrario dejen de leer y pónganse a ello), me limito a recordarles que siempre es una buena ocasión para revisar clásicos de esta envergadura. Imprescindible.

Seven (Se7en, 1995) de David Fincher.


El teniente William Somerset (Morgan Freeman), que está a punto de retirarse, y el joven y recién llegado detective David Mills (Brad Pitt), se hacen cargo de la investigación de una serie de macabros asesinatos inspirados en los siete pecados capitales: lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia y soberbia.  


El muy sobrevalorado David Fincher (sólo la gamberra El club de la lucha me parece una cinta notable dentro de su filmografía), alcanzó el éxito crítico y comercial con este thriller criminal de conseguida y sórdida atmósfera.

El filme, que pierde interés en cuanto es sometido a un visionado atento y crítico, sigue el ya manido esquema de pareja de detectives que tiene que superar su confrontación de caracteres inicial (en este caso también hay una diferencia generacional), para hacer frente a un peligro común.


La trama es prácticamente inexistente, reduciéndose a los golpes de efecto y “cabriolas” criminales, cada vez más truculentas, eso sí, con las que nos sorprende el psicópata de turno; los personajes no sobrepasan el simple y visto estereotipo, quedando reservadas la contención y la pose sabia para el más mayor, y la impulsividad y las meteduras de pata para el más joven (aún no sé qué diantres pinta en la historia el personaje de Gwyneth Paltrow, al margen de su escabroso “protagonismo” final); y, para colmo de males, el guión trata de paliar sus evidentes deficiencias, a base de una impostada intelectualidad muy típica de Hollywood, que cree que con aludir superficialmente a Dante y a Geoffrey Chaucer, ya está dándole mayor entidad a lo narrado. 


Salvan los muebles, el buen hacer del espléndido reparto (escalofriante composición de Kevin Spacey) y los ambientes grisáceos y lluviosos, muy a lo Blade Runner y de abundantes claroscuros, que consigue plasmar la excelente fotografía de Darius Khondji.

Tormento (Midareru, 1964) de Mikio Naruse.


Tras la muerte de su marido, Reiko (Hideko Takamine) se hace cargo de la pequeña tienda familiar de comestibles, a pesar de que la competencia de los grandes supermercados convierte en una tarea cada vez más ardua el mantenimiento del negocio. Su cuñado Koji (Yûzô Kayama), un joven bastante holgazán que la ama en secreto, tratará de ayudarla.


El cine de Naruse, al igual que el de Ozu, posee la admirable virtud de transformar lo corriente en algo extraordinario. Sus historias sobre mujeres abnegadas que aceptan su destino con solemne resignación, serían simples folletines melodramáticos en manos de cualquier otro director; en las suyas, en cambio, se elevan como susurradas piezas de arte difícilmente comparables con ninguna otra cosa. Es una lástima que las sombras de Mizoguchi, Kurosawa y el citado Ozu, sean tan alargadas que, en ocasiones, impidan valorar la estatura cinematográfica del autor de Crisantemos tardíos.

 Midareru es uno de los títulos mayores de Naruse, a la altura de Madre, La voz de la montaña o Nubes flotantes. En esta obra, es tal el nivel de sabiduría y sutileza alcanzado por su lenguaje, que tan sublime sencillez puede no ser apreciada en su justa medida. Son de nuevo los gestos y las miradas, más que las palabras, los que nos transmiten la evolución de los sentimientos de unos personajes cuyos deseos se ven oprimidos por las, a veces ciegas, convenciones sociales. Qué injusto es el hombre cuando fija normas que constriñen sus propias emociones. Reiko y Koji se aman, pero la diferencia de edad (ella es doce años mayor) y, sobre todo, el hecho de que él sea el hermano de su fallecido esposo, impiden la consumación de su relación.


En esas circunstancias, se entiende el trágico e inolvidable final impuesto por Naruse: metáfora que refleja cómo la muerte nos separa para siempre de nuestros seres queridos, por muy rápidos y sofocados que corramos tras ella.

La hermosa y frágil Hideko Takamine, realiza una contenida y memorable interpretación (una más) de la sufrida protagonista. A su lado, también destaca el trabajo de Yûzô Kayama, a quien muchos recordarán como el joven médico que recibe una lección de humanismo en la obra maestra de Akira Kurosawa, Barbarroja.


Para concluir, tan sólo señalar que viendo la presente película, uno comprende que Kurosawa considerase a Naruse el mejor montador del mundo. Y es que las transiciones entre planos son tan sutiles, tan delicadas, que aunque se perciban, uno tiene la sensación de estar asistiendo a un filme de montaje invisible.

Simplemente magistral.

El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, 2011) de Tomas Alfredson.


Años 70, plena Guerra Fría. El veterano agente George Smiley (Gary Oldman), recibe el encargo de descubrir en el seno de los altos servicios secretos británicos, al “topo” infiltrado que, supuestamente, le está pasando información confidencial a los soviéticos.


Tras destaparse internacionalmente con esa estimable incursión vampírica que supuso Déjame entrar, el director sueco Tomas Alfredson vuelve a estar de actualidad debido al estreno de Tinker, Tailor, Soldier, Spy, un decepcionante y sobrevalorado thriller de espionaje que adapta la novela homónima del conocido escritor inglés John Le Carré.


Se trata de un filme completamente arrítmico, de farragosa narrativa (el espectador se verá sistemáticamente bombardeado por un sinfín de nombres sobre los que no se le da ningún tipo de información previa) y caracteres sin entidad alguna. Carece de las dosis de tensión y suspense necesarias en este tipo de películas, lo que da lugar a un desarrollo plomizo e insustancial. Asimismo, debería haber ahondado más en el desarraigo familiar y social al que se ven expuestos sus personajes como consecuencia de la profesión que ejercen, y no conformarse con tratar el asunto de la manera tan superficial e insuficiente en la que lo hace. Tampoco ayuda el, a veces, innecesario uso de flashbacks que aportan poco o nada a una narración ya de por sí bastante confusa y mal hilvanada.


Entre los aspectos positivos a subrayar en la cinta, destacan su sobria y taciturna atmósfera, la conseguida recreación de la época en la que transcurren los acontecimientos, la elegante partitura del compositor español Alberto Iglesias y el excelente reparto que encabeza un sólido y contenido Gary Oldman, y en el que también encontramos a actores de la talla de Colin Firth o John Hurt. 

En cualquier caso, El topo es una de las películas más desaprovechadas que he visto últimamente. 

Furia (Fury, 1936) de Fritz Lang.


Mientras se dirige a visitar a su novia Katherine (Sylvia Sidney), que ejerce como maestra en la pequeña localidad de Strand, Joe Wilson (Spencer Tracy) es detenido como sospechoso de un secuestro que no ha cometido. Poco después se organiza una turba popular con el objetivo de lincharle. La cárcel en la que permanece arrestado será incendiada, dándose a Joe por muerto, aunque realmente ha conseguido escapar. A partir de ahí, Wilson, ansioso de venganza y valiéndose de la ley, aprovechará su supuesta muerte para intentar condenar a la horca a quienes lo “asesinaron”. 


Impresionante y sobrecogedor debut de Fritz Lang en Hollywood, adonde llegó huyendo de los nazis acompañado por su inherente concepción pesimista de la naturaleza humana. Fury es una película soberbia que se eleva por encima de sus imperfecciones (algunos elementos del guión le restan credibilidad a la historia y el happy end impuesto no resulta del todo adecuado con el tono general de la cinta), para alcanzar la categoría de obra maestra. 

La dualidad del hombre, su irrefrenable tendencia a dejarse llevar por los impulsos y deseos más bajos, la maleabilidad de las masas o la crítica social y política, son varios de los temas recurrentes en la filmografía langiana que se tratan a lo largo del filme que ahora nos ocupa.


El autor de Metrópolis, dota a su película de una precisa estructura narrativa en la que los detalles, filmados con extrema minuciosidad, acabarán por resolver un relato que saca a la luz las lagunas del estado de derecho y cuestiona la preparación de una comunidad que prefiere hacer uso de la pura violencia, antes que recurrir a los instrumentos de sanción fijados por la ley. Este asunto ya había sido abordado con anterioridad por el cineasta en M, el vampiro de Düsseldorf.

El filme posee algunas secuencias memorables, como el asalto de la furibunda turba a la prisión, la identificación de los acusados mediante la proyección de una película en la sala en la que se celebra el juicio o el pesadillesco acoso que sufre el personaje de Joe por parte de los “fantasmas” de quienes van a ser ejecutados. Esta última secuencia, anticipa otra muy similar que unos años después veríamos en Perversidad (a mi entender, el mejor y más complejo trabajo de Lang), aunque en ese caso, el que sufriría las alucinaciones sería un desquiciado Edward G. Robinson.


No se puede finalizar el comentario sin hacer alusión a la excelente performance de un encolerizado Spencer Tracy.

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