Días sin huella (The Lost Weekend, 1945) de Billy Wilder.

“Una es demasiado y cien no son suficientes”.

Don Birnam (Ray Milland) es un aspirante a escritor cuya desmesurada afición por la bebida, le hace llevar una existencia fracasada a pesar de los esfuerzos de su novia, Helen (Jane Wyman), y su hermano, Wick (Phillip Terry), por sacarlo del pozo en el que vive.



La industria de Hollywood miraba por vez primera y de frente al drama del alcoholismo con este soberbio título de Billy Wilder que se alzó con cuatro Premios Óscar (Mejor película, Mejor director, Mejor actor y Mejor guión adaptado). Cualquier filme posterior sobre el alcoholismo u otra adicción, sea cual sea, bebe directamente de The Lost Weekend, una película cruda, a ratos pesadillesca, que retrata de manera sórdida la decadencia física y moral de su atribulado personaje principal (memorable composición de un Ray Milland capaz de beberse hasta el Misisipi si este portase whisky).


La cinta se abre con una panorámica de la ciudad de Nueva York, seguida de un travelling con grúa que se aproxima a una de las ventanas del apartamento de Don. O mejor dicho, de su hermano Wick. El protagonista está haciendo el equipaje, puesto que se dispone a pasar un fin de semana en el campo, alejado de las tentaciones mundanas en forma de botella. No obstante, su comportamiento, inquieto y malhumorado, denota que algo no va bien, pese a que diga que lleva ya diez días sin probar una sola gota de alcohol. Pronto sabremos qué le pasa. Y es que, mientras manda a su hermano a buscar su máquina de escribir, esa que no utiliza desde los tiempos de la universidad, se lanza hacia la ventana y comienza a tirar de una cuerda en cuyo extremo, situado en la parte externa del edificio, hay bien acordonada una botella de whisky. Quiere guardarla en la maleta, pero Wick vuelve enseguida y no le da tiempo a hacerlo. Poco después llega Helen, su novia, quien le da unos consejos de cara a los días que va a pasar fuera. A Don, que parece no escuchar lo que le dicen, se le ve cada vez más incómodo, así que intenta deshacerse de los dos para llevar a cabo su cometido. Sin embargo, el plan le sale mal, ya que cuando ambos están a punto de marcharse, el hermano descubre el extremo de la cuerda en el alféizar de la ventana. Con esta secuencia inicial, Billy Wilder y Charles Brackett, autores del guión que adapta la novela homónima de Charles R. Jackson, además de presentar a los principales personajes, exponen el motor dramático de la trama, que no es otro que la adicción al alcohol de Don. Una adicción que, como se ha visto, le hace mentir incluso a sus seres queridos. Mucho más tarde descubriremos que también es capaz de robar y humillarse en público a causa de la misma.


La acción se desarrolla a lo largo de un fin de semana, aunque Wilder nos muestra los orígenes de los problemas de Don (muy original el primer encuentro entre éste y Helen en el recibidor de la ópera) mediante un par de flashbacks muy bien integrados dentro de la narración. Asimismo, es preciso subrayar tanto la fotografía en blanco y negro de John F. Seitz como la partitura del gran compositor húngaro Miklós Rózsa. 

Entre las secuencias a recordar, destacaría, por encima de las demás, el angustioso y conmovedor paseo de Don a través de la Tercera Avenida en busca de una tienda de empeños donde conseguir algo de dinero por su vieja máquina de escribir. Para su mala suerte, al final descubre que todas están cerradas debido a la festividad judía del Yom Kipur.

Clasicazo.


Cuentos de Tokio (Tôkyô monogatari, 1953) de Yasujiro Ozu.

“Los cedros son tan erguidos, rectos y bellos. Querría que los corazones humanos crecieran de esa manera”.
(Yasunari Kawabata)

El viejo matrimonio Hirayama (Chishû Ryû y Chieko Higashiyama) viaja desde Onomichi hasta Tokio para visitar a sus hijos. Sin embargo, estos están tan ocupados con sus respectivas vidas, que apenas tienen tiempo para ocuparse de ellos. Sólo la bondadosa Noriko (Setsuko Hara), nuera viuda de los ancianos, parece empeñada en complacerlos en su visita a la gran ciudad.


De padres e hijos.

“Con el tiempo, los padres y los hijos se alejan”. Una gran verdad se encierra en esta frase que Noriko pronuncia casi al final de Tôkyô monogatari. Los filmes de Ozu, ese tesoro cinematográfico del que hablaba el realizador alemán Wim Wenders, están plagados de historias de padres e hijos a los que el devenir de la vida termina por separar. El paso del tiempo, el matrimonio, la muerte, son rivales poco menos que inabordables ante los ojos de unos progenitores que ven cómo cada día sus hijos se van alejando más y más de ellos.  Es ley de vida, algo natural; lo cual no significa que no sea triste. Cuentos de Tokio es, sin ningún género de duda, una de las obras mayores de la historia del cine. En ella, el maestro nipón dibuja con serenidad y profunda mirada humana, uno de esos tantos relatos paterno-filiales que cualquiera de nosotros podría reconocer en su propio entorno. Por desgracia, la entrañable imagen de un hogar presidido por los abuelos resulta cada vez menos frecuente; sobre todo en Occidente, donde, llegada cierta edad, las personas se convierten en un auténtico estorbo. No obstante, la ingratitud filial es inherente al ser humano de todas las épocas y culturas, o si no lean la Biblia o a Shakespeare. Lo que aquí cuenta Ozu es universal, y eso quizá sea lo que hace de esta película un trabajo plenamente vigente. Lo he dicho en alguna que otra ocasión: cambiamos poco, muy poco.

Lo viejo y lo nuevo.

La filmografía de Ozu constituye un perfecto reflejo de los bruscos cambios acaecidos en Japón durante la primera mitad del siglo XX, especialmente tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial. Lo viejo y lo nuevo, tradición y modernidad, se dan de la mano en sus películas. Esa simbiosis, como no podía ser de otro modo, también está presente en Tôkyô monogatari, donde el contraste generacional y cultural brota de la relación entre padres e hijos, e incluso nietos. No es casual, por ejemplo, que el matrimonio protagonista proceda de Onomichi, ciudad situada en la prefectura de Hiroshima, a la que se conoce principalmente por sus templos budistas. La vida allí, tranquila y de cara al mar, es muy diferente a la de Tokio, la gran urbe por excelencia del país del sol naciente. Una metrópolis concebida bajo cánones económicos occidentales. Es normal que los ancianos se sientan fuera de lugar durante su estancia en la capital. Ellos pertenecen a otro mundo más tradicional. Menos mal que quedan el sake y los viejos amigos; una fórmula ideal para enjugar penas mientras se rememora el lejano pasado.


La complejidad de lo sencillo.

A veces se comete el error de definir el cine de Ozu como sencillo, cuando, en realidad, su aparente sencillez es fruto de una compleja depuración del lenguaje cinematográfico. Probablemente ningún otro director haya conseguido tanto con tan poco. Tampoco creo que exista un cine más reconocible que el del autor de Primavera tardía; bastan apenas un par de planos para saber que estamos ante uno de sus trabajos. No cabe confusión alguna. Su obra descansa sobre el montaje y una milimétrica puesta en escena. La composición del encuadre es siempre exquisita, buscando un punto de fuga para conseguir una sensación de profundidad y perspectiva. Fue el primero en construir decorados con cuatro paredes, por los tres del Hollywood clásico, con el objeto de filmar una escena desde todos los ángulos posibles. Renuncia a los movimientos de cámara, escasos cuando no inexistentes, para articular su puesta en escena a través del montaje. Su concepción del cine, por tanto, se encuentra en las antípodas de la de otros maestros como Mizoguchi, Tarkovsky, Tarr o Dreyer, para quienes el montaje es un elemento meramente ensamblador. Además, posee la extraña habilidad de alcanzar la trascendencia partiendo de argumentos y temáticas cotidianas. El de Ozu es un arte milagroso, inaudito.

Sabiduría y resignación.

Los personajes de Ozu aceptan lo ineluctable con sabia resignación. No hay tragedia en sus películas porque se entiende que todo forma parte de la existencia humana. Hasta la muerte se acoge con cierta naturalidad. En una escena de Cuentos de Tokio, Kyôko, la hija menor de los Hirayama, le dice a Noriko tras el fallecimiento de su madre que la vida es decepcionante. Ésta le responde asintiendo sin perder la sonrisa. Su expresión denota esa resignación de la que hablo. Como digo, no hay tragedia en el cine de Ozu, pero sí mucha nostalgia: nostalgia de los hijos, nostalgia de los que ya no están, nostalgia de los viejos tiempos. Lo bello y lo triste, me permito reproducir el título de una de las más célebres novelas del Nobel japonés Yasunari Kawabata, están presentes en cada momento.


A modo de conclusión, quisiera animar al hipotético lector de estas líneas a que se introduzca sin miedos ni prejuicios en el universo de tan maravilloso autor (si es que no lo ha hecho previamente), porque amar el cine de Ozu significa amar también la vida. Imprescindible.


Cine y literatura: "El ruso", un cuento de Max Ophüls. Escrito antes del armisticio de 1940.


  "Desde hace unos cuantos meses ya, todos los navíos descansan en sus puertos a lo largo de las costas francesas. De igual manera, en Cannes, los alegres pequeños yates ya no pueden navegar. Estrechamente apretados los unos contra los otros como pajaritos multicolores de lujo que estuvieran sostenidos por las alas, ya no pueden volar para sus dueños. El polvo y el barro se depositan sobre sus plumas antaño tan brillantes.

  En esos elegantes barcos de recreo ahora viven poetas, pintores o músicos, todas personas libres y que ya no tienen mucho dinero. El verdadero dueño, inglés o americano, está lejos. Así se alquilan salón, cocina, camas y sillones transatlánticos por algunos duros al mes. Todo eso cabecea suavemente, sin por ello moverse. Hierbas, algas e insectos se han abierto camino hasta el casco. La cadena del ancla está cubierta por el verdín como un jinete de bronce en la plaza pública. Más lejos, en alta mar, aquí y allí, el agua azul chapotea alegremente. Las lanchas de las aduanas italianas surcan el mar y lo vigilan. 

  Mi amigo Alex vive en uno de esos yates difuntos. Está a la espera. No cree en la muerte. Piensa que sólo se duermen las cosas, a veces. Cuando por casualidad hay correo para él, los pescadores del Vieux Port gritan: 'Señor, ¡hay una carta para usted!' Todos le conocen y están a la espera, como él.

  En el barco también vive el marinero Popoff. Popoff es ruso. Es un anciano de pelo blanco y maravilloso aire aristocrático, que ninguna situación mundial podrá alterar jamás. Popoff pretende ser marino de a bordo, cuentan que antes de la guerra habría sido suboficial, en la época en que el viejo inglés aún estaba aquí. Hoy ya no es posible verificar sus afirmaciones; lo entiende usted, hace tanto tiempo de aquello... De todas formas, no hay un alma en los muelles para poner en duda las pretensiones de Popoff. A decir verdad, no hace gran cosa. Duerme en su camarote, de madrugada va a la ciudad. De vez en cuando se le ve, livianamente gris, en algún lugar, y suele volver tarde. Únicamente aparece el viejo marinero cuando Alex recibe visitas. Entonces va hacia la bomba a bordo, vacía un poco la capa de agua que ya se extiende por la cala, bombea durante cinco minutos, sólo para que se note que algo pasa a bordo... y vuelve a desaparecer. El visitante tiene que saber que está aquí.

   El otro día, 'han' declarado la guerra a Rusia. Al día siguiente empezaba la gran caza de rusos. 'Señor, sus documentos, perdón, no se puede pasar...' Los camiones, llenos de gente estrechamente apretada, corren por las calles. Las bayonetas brillan como navajas de afeitar, la guardia móvil triunfa. De pobres criaturas perseguidas: son los rusos esta vez... Ya ni se les presta atención, es igual.

  Alex ha vuelto, aquella noche, más tarde que de costumbre. Adelante, Popoff está sentado en el suelo. La noche es estrellada. Pronto despuntará el alba. Al lado de Popoff está su maleta, un pequeño rollo de tela rellenado con todos sus enseres. Alex se sienta cerca de Popoff, quiere hablarle. Lo entiende muy bien porque él es checo expatriado y Popoff es un ruso expatriado: '¿Por qué, en Francia, hoy le meten preso a este y mañana a aquel otro? Ya no se sabe... Las razones por las cuales en otro tiempo uno ha dejado su patria se borran, pero lo que sí se sabe, es que aquí uno no tiene país...'

  'Sabe, dice Alex a modo de consuelo, no es nada grave. Seguro que todo esto no es más que una medida de la policía. Se van a pasar unos días registrando, y luego, ya pasará... No sé ni por qué ni cómo usted ha emigrado aquí, Popoff, y no es asunto mío, pero a usted no le va a pasar nada, ¡eso, no! Es imposible...'

  El anciano se queda muy tranquilo. 'Está usted equivocado, señor. Ése no es el motivo por el cual estoy molesto. ¡Ah, no! Me está malentendiendo. Verá usted, hace más de un día que esto dura. Los han encontrado a todos. Yo, soy el único que queda. Me van a olvidar. Quiero estar con mis compatriotas. Quiero estar en su lugar. Ya ve, ¡habría uno a quien no le tocaría como a los demás! Esperaré hasta las siete de mañana por la mañana. Si para entonces no han venido, me presentaré en la comisaría y me pondré a su disposición...'

  Eso mismo hizo Popoff y no volvió a aparecer nunca más". 

Las diez películas más decepcionantes estrenadas en España durante 2013.


1. To the Wonder (ídem), de Terrence Malick. Estrenada el 12 de abril.


2. Sólo Dios perdona (Only God Forgives), de Nicolas Winding Refn. Estrenada el 31 de octubre.


3. Stoker (ídem), de Park Chan-wook. Estrenada el 11 de mayo.


4. Anna Karenina (ídem), de Joe Wright. Estrenada el 15 de marzo.


5. Antes del anochecer (Before Midnight), de Richard Linklater. Estrenada el 28 de junio.


6. Lincoln (ídem), de Steven Spielberg. Estrenada el 18 de enero.


7. Blue Valentine (ídem), de Derek Cianfrance. Estrenada el 22 de febrero.


8. Las brujas de Zugarramurdi, de Álex de la Iglesia. Estrenada el 27 de septiembre.


9. La vida de Adèle (La vie d'Adèle), de  Abdellatif Kechiche. Estrenada el 25 de octubre.


10. Gravity (ídem), de Alfonso Cuarón. Estrenada el 4 de octubre.

Las diez mejores películas estrenadas en España durante 2013.


1. Amor (Amour), de Michael Haneke. Estrenada el 11 de enero.


2. La gran belleza (La grande bellezza), de Paolo Sorrentino. Estrenada el 5 de diciembre.


3. Tabú (Tabu), de Miguel Gomes. Estrenada el 18 de enero.


4. The Master (ídem), de Paul Thomas Anderson. Estrenada el 4 de enero.


5. Una familia de Tokio (Tôkyô kazoku), de  Yôji Yamada. Estrenada el 22 de noviembre.


6. Prisioneros (Prisoners), de Denis Villeneuve. Estrenada el 11 de octubre.


7. La noche más oscura (Zero Dark Thirty), de Kathryn Bigelow. Estrenada el 4 de enero.


8. La mejor oferta (La migliore offerta), de Giuseppe Tornatore. Estrenada el 5 de julio.


9. The Lords of Salem (ídem), de Rob Zombie. Estrenada el 17 de mayo.
Leer crítica


10. La caza (Jagten), de Thomas Vinterberg. Estrenada el 19 de abril.

12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013) de Steve McQueen.

“No quiero sobrevivir, quiero vivir”.

El filme cuenta la historia real de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), un músico negro de condición libre que en 1841 fue secuestrado y vendido como esclavo en las plantaciones del sur de Estados Unidos, donde se mantuvo cautivo durante un período de doce años.


Si alguien me preguntara cuál ha sido la principal aportación del cine de los últimos veinte años, respondería sin el menor atisbo de duda que el realismo. Hoy en día, las películas, al margen de su género o calidad, son mucho más realistas de lo que lo eran décadas atrás. 12 Years a Slave, tercer largometraje del realizador británico Steve McQueen, se inscribe dentro de esa tendencia actual de cine hiperrealista cuyo máximo objetivo es mostrar lo que cuenta del modo más veraz posible. Su argumento es poco original, lo que la diferencia de otras producciones similares es el tratamiento que hace del mismo.


McQueen huye del efectismo morboso, aunque no ahorra una pizca de crudeza en la exposición de los acontecimientos. No se jacta a la hora de filmar las torturas y vejaciones a las que los esclavos son sometidos por parte de sus amos, pero tampoco las evita mirando hacia otro lado. Siempre mantiene una perspectiva equilibrada y nunca muestra más de la cuenta. Sin embargo, bajo mi punto de vista comete un error, y es que no consigue plasmar convincentemente la progresión cronológica de la historia. Digamos que uno no tiene la sensación de que transcurran doce años, sino unos cuantos menos. Este aspecto, que en principio puede parecer poco importante, termina pasando factura al conjunto de la cinta cuando es sometida a un análisis postvisionado. Por lo demás, nos encontramos ante un sólido drama de corte clásico y sin apenas fisuras, que se sustenta sobre una conseguida reconstrucción de época y unas notables interpretaciones de Chiwetel Ejiofor y Michael Fassbender. Este último, como ya viene siendo habitual, vuelve a estar inmenso, interpretando aquí al malvado y alcohólico dueño de una plantación de algodón que vive obsesionado con una de sus esclavas (Lupita Nyong´o).


Con un ritmo pausado, el autor de Shame elude los caminos que conducen al melodrama sentimentaloide. Su visión de la esclavitud trata de ser lo más objetiva posible. No emite juicios de valor ni discursos morales; los hechos son tan concluyentes que no resulta necesario hacerlo. La narración es detallada, describiéndose todo el proceso que lleva a un hombre, incluso siendo libre de nacimiento, puesto que la práctica del secuestro era bastante frecuente para poder satisfacer la creciente demanda de esclavos, a convertirse en una mera mercancía sin más valor que el de su precio.

En definitiva, un filme desgarrador que consolida a su director como uno de los cineastas más interesantes y talentosos surgidos en los últimos tiempos. A este paso, este Steve McQueen va a hacer que nos olvidemos del guapo actor de los años sesenta y setenta. Al tiempo.


La mejor oferta (La migliore offerta, 2013) de Giuseppe Tornatore.

“Las emociones son como las obras de arte, pueden falsificarse. Parecen idénticas al original, pero son falsas”.

Virgil Oldman (Geoffrey Rush) es un reconocido subastador y tasador de obras de arte. Un día, una misteriosa chica llamada Claire (Sylvia Hoeks), se pone en contacto con él para que tase y ponga en venta una serie de viejas piezas que ha heredado de sus padres.


El realizador italiano Giuseppe Tornatore, conocido entre los cinéfilos principalmente por su entrañable y algo sobrevalorada Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988), firma el que quizá sea su trabajo más logrado en La migliore offerta, cinta de misterio y suspense deudora de la mejor tradición literaria gótica, la de Edgar Allan Poe o Ann Radcliffe, que retrata de un modo exquisito, a ratos fascinante, la obsesión amorosa del individuo hacia su objeto de deseo con resonancias del Vértigo de Hitchcock. Durante la pasada edición de los premios David de Donatello que cada año reparte la industria cinematográfica italiana, se alzó con un total de seis galardones, incluyendo los de Mejor película y Mejor director.


La película cuenta con un personaje principal bien descrito por Tornatore y mejor interpretado por el excepcional Geoffrey Rush. Su Virgil Oldman es un tipo solitario, huraño y maniático hasta el extremo. Las excentricidades que lo caracterizan, como el hecho de llevar siempre guantes, son fruto de una personalidad obsesiva compulsiva. Apenas tiene vida social, y habita una lujosa residencia ordenada de manera casi matemática. A lo largo de su periplo vital, aprovechándose de su inmaculada reputación como subastador y experto en arte, se ha ido haciendo con una gran colección de retratos femeninos de distintas épocas que guarda bajo llave en una sala de seguridad convenientemente sellada. Allí pasa sus momentos más felices, extasiado ante la mirada fija de cientos de féminas procedentes de los pinceles más ilustres de todos los tiempos. No habría podido reunir tamaño repertorio sin la inestimable ayuda de su viejo amigo Billy (Donald Sutherland), con quien se encarga de amañar y falsear las subastas que dirige con el objetivo conseguir las mejores piezas al menor precio. Hay otros dos personajes que resultan clave en el desarrollo de la trama: la huidiza Claire, de tez marmórea, presencia frágil y fantasmal mirada; y Robert (Jim Sturgess), ocasional consejero amoroso de Virgil y un manitas de la ingeniería mecánica que lo mismo arregla un tostador que reconstruye un autómata centenario.



Al sólido guión, escrito por el propio realizador, cabe reprocharle cierta previsibilidad y algo de confusión en su desenlace. Pocas pegas, en cambio, pueden ponérsele a la elegante, refinada y decadente puesta en escena (espléndida fotografía y dirección artística). Nunca el autor de Malèna concibió un filme visualmente más perfecto que el que ahora nos ocupa. Y es que La mejor oferta, a mi entender, constituye un ejercicio notable desde cualquier punto de vista desde el que se analice. Mención especial merece el legendario Ennio Morricone, que nos regala otra de sus maravillosas y personales partituras, llena de virtuosismo y sentimiento.

Concluyo aludiendo al bellísimo plano final: un travelling en retroceso, embargado de profunda tristeza, que transcurre entre milimétricas piezas de ingeniería artesanal en un restaurante de Praga.


Heli (2013) de Amat Escalante.

“La violencia es el miedo a los ideales de los demás”.
Mahatma Gandhi

Heli (Armando Espitia) es un joven trabajador que vive junto con su mujer, su hijo, su padre y su hermana Estela (Andrea Vergara) en un remoto pueblo de México. Esta última, de unos doce años de edad, sale con un chico algo mayor que ella, Beto (Juan Eduardo Palacios), el cual se está preparando para formar parte del cuerpo de policía. Ambos planean fugarse con el dinero que obtengan por la venta de un pequeño alijo de cocaína encontrado; sin embargo, su acción desembocará en una espiral de violencia que afectará a toda la familia.


El cineasta mexicano, español de nacimiento, Amat Escalante sorprendió a propios y extraños cuando se alzó con el Premio al Mejor director durante la pasada edición del Festival de Cannes gracias a Heli, crudo e incómodo filme que retrata de manera hiperrealista la violencia generada por el narcotráfico en el México actual. Su visión de la realidad mexicana resulta terrible, describiendo con eficacia, pero poca originalidad, el estado de normalización que ha alcanzado el uso de la violencia en su país.

La película posee un arranque impactante: dos individuos maniatados y con claros síntomas de haber recibido un duro castigo físico, son trasladados en la parte trasera de una camioneta. Poco después, uno de ellos es brutalmente colgado de un puente. Como veremos más tarde, esta escena pertenece, en realidad, a un momento muy posterior de la trama. Cuando volvamos a ella, hacia la mitad del metraje, ya conoceremos la identidad de los dos prisioneros torturados. Si el director la sitúa al principio es para provocar consternación en el espectador. Y vaya si lo consigue. Su trabajo detrás de las cámaras es notable a lo largo de toda la cinta, destacando la ejecución de unos cuantos planos secuencia y algunos planos generales que reflejan la naturaleza adusta y polvorienta, casi peckinpahniana, del desolado marco geográfico donde se ubica el relato. El problema de Heli tiene que ver con su guión, intrascendente en su segunda parte, amén de trillado y nada original en su desarrollo. Pareciera como si Escalante, también autor del mismo, tuviese poco que contar una vez que concluye la violencia.


Filme interesante, en cualquier caso y pese a sus limitaciones, que nos sirve para degustar ese nuevo cine mexicano del que rara vez tenemos noticias. Lo recomiendo. 



Las diez mejores películas del cine de aventuras*.


King Kong (ídem, 1933), de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack.



El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1946), de John Huston.



La reina de África (The African Queen, 1951), de John Huston.



La fortaleza escondida (Kakushi Toride no San-Akunin, 1958), de Akira Kurosawa.




El tigre de Esnapur/La tumba india (Der Tiger von Eschnapur/Das Indische Grabmal, 1959), de Fritz Lang.



Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean.



Jasón y los argonautas (Jason and the Argonauts, 1963), de Don Chaffey.



Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre der Zorn Gottes, 1972), de Werner Herzog.



El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, 1975), de John Huston.



Fitzcarraldo (ídem, 1982), de Werner Herzog.

*Las películas que integran la lista aparecen en orden cronológico.

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