Cine y literatura: Otelo, el moro de Venecia, bajo la mirada expresionista de Orson Welles.


Acto V. Escena Segunda.
Dormitorio en el castillo. Desdémona duerme en el lecho. Arde una luz
Entra OTELO

     OTELO.- ¡He ahí la causa! ¡He ahí la causa, alma mía!... ¡Permitidme que no la nombre ante vosotras, castas estrellas!... ¡He ahí la causa!... Sin embargo, no quiero verter su sangre, ni desgarrar su piel, más blanca que la nieve, y tan lisa como el alabastro de un sepulcro. Pero debe morir o engañará a más hombres.- ¡Apaguemos la luz, y después apaguemos su luz! Si te extingo, agente de la claridad, y me arrepiento en seguida, podré reanimar tu primitiva llama; pero una vez tu luz extinta, ¡oh, tú, el modelo más acabado de la hábil naturaleza!, no sé dónde está aquel fuego de Prometeo que volviera a encender tu luz. Cuando haya arrancado tu rosa, no podré darla de nuevo su potencia vital. Necesariamente habrá de marchitarse. (Besando a Desdémona.) ¡Quiero aspirarla en el tallo!- ¡Oh, aliento embalsamado que casi persuade a la justicia a romper su espada! - ¡Uno más! ¡Otro aún! ¡Quédate así, cuando estés muerta y te mataré, y acto seguido volveré a amarte! ¡Otro más! ¡El último!... ¡Nunca beso tan dulce fue tan fatal!... ¡Fuerza es que llore!... Pero son lágrimas crueles... ¡Este dolor es celestial; hiere allí donde ama!- Se despierta.

     DESDÉMONA.- ¿Quién está ahí? ¿Otelo?

     OTELO.- Sí, Desdémona.

     DESDÉMONA.- ¿Queréis venir al lecho, mi señor?

     OTELO.- ¿Habéis rezado esta noche Desdémona?

     DESDÉMONA.- Sí, mi señor.

     OTELO.- Si recordáis de algún crimen que os deje aún irreconciliada con el cielo y la gracia divina, solicitad pronto el perdón.

     DESDÉMONA.- ¡Ay, mi señor! ¿Qué queréis decir con esas palabras?

     OTELO.- Bien, hacedlo, y sed breve. Daré un corto paseo mientras. No quisiera matar tu espíritu sin hallarse preparado. No... ¡No lo permita el cielo!... ¡No quisiera matar tu alma!

     DESDÉMONA.- ¿Habláis de matar?

     OTELO.- Sí, de matar hablo.

     DESDÉMONA.- ¡Entonces, el cielo tenga piedad de mí!

     OTELO.- ¡Amén, con todo mi corazón!

     DESDÉMONA.- Aunque habláis de esa manera, espero que no me mataréis.

     OTELO.- ¡Hum!

     DESDÉMONA.- Y, sin embargo, os temo, pues sois fatal cuando vuestros ojos ruedan así. Por qué deba temer, lo ignoro, puesto que no sé de culpabilidad. No obstante, lo siento, tengo miedo.

     OTELO.- ¡Piensa en tus pecados!

     DESDÉMONA.- Son amores que os llevo.

     OTELO.- Sí, y por eso vas a morir.

     DESDÉMONA.- Da una muerte contranatural el que mata porque se le ama. ¡Ay! ¿Por qué os mordéis así vuestro labio inferior? Alguna pasión sanguinaria agita todo vuestro ser. Ésos son los presagios. Mas, sin embargo, espero, espero que no es a mí a quien amenazan.

     OTELO.- ¡Silencio, y estate quieta!

     DESDÉMONA.- Así lo haré. Pero ¿qué ocurre?

     OTELO.- ¡Aquel pañuelo que tenía yo en tanta estima y que te regalé, lo diste a Cassio!

     DESDÉMONA.- ¡No, por mi vida y por mi alma! Enviad a buscar a ese hombre y preguntadle.

     OTELO.- ¡Dulce alma, ten cuidado, ten cuidado con el perjurio! ¡Estás en tu lecho mortuorio!

     DESDÉMONA.-

     OTELO.- Sí, en seguida; por tanto, confiesa francamente tu crimen, pues negarlo artículo por artículo con juramento no podría disipar ni destruir la firme convicción bajo cuyo peso gimo. ¡Vas a morir!

     DESDÉMONA.- ¡Entonces que el Señor tenga piedad de mí!

     OTELO.- ¡Amén, te digo!

     DESDÉMONA.- ¡Y tened piedad también vos! No os he ofendido jamás en mi vida; nunca he amado a Cassio, sino con esa estimación corriente que autoriza el cielo. Nunca le di presente alguno.

     OTELO.- ¡Por el cielo, he visto mi pañuelo en sus manos! ¡Oh, mujer perjura! ¡Cambias mi corazón en piedra, y vas a hacerme cometer un asesinato, cuando me proponía un sacrificio! ¡Yo vi el pañuelo!

     DESDÉMONA.- Lo habrá hallado entonces. Yo nunca se lo di. Haced que venga y que confiese la verdad.

     OTELO.- La ha confesado.

     DESDÉMONA.- ¿Qué ha confesado, mi señor?

     OTELO.- Que se ha... servido de ti.

     DESDÉMONA.- ¿Cómo? ¿Ilícitamente?

     OTELO.- Sí.

     DESDÉMONA.- ¡No lo dirá!

     OTELO.- ¡No, su boca está cerrada! ¡Corrió de cuenta del honrado Iago!

     DESDÉMONA.- ¡Oh! ¡Mi temor adivina!... ¡Cómo! ¿Ha muerto?

     OTELO.- ¡Aunque hubiera tenido tantas existencias como cabellos, mi apetito de venganza las habría devorado todas!

     DESDÉMONA.- ¡Ay! ¡Le han traicionado y estoy perdida!

     OTELO.- ¡Fuera, puta! ¿Le lloras en mi cara?

     DESDÉMONA.- ¡Oh, desterradme, mi señor, pero no me matéis!

     OTELO.- ¡Abajo, ramera!

     DESDÉMONA.- ¡Matadme mañana! ¡Dejadme vivir esta noche!

     OTELO.- ¡No, si resistís!...

     DESDÉMONA.- ¡Media hora tan sólo!

     OTELO.- Si se hace, no habrá vacilaciones.

     DESDÉMONA.- ¡Sólo el tiempo de recitar una plegaria!

      OTELO.- ¡Es demasiado tarde!  (La ahoga)







Las diez mejores películas de Anthony Mann.





Winchester 73 (ídem, 1950).



Horizontes lejanos (Bend of the River, 1952).



Tierras lejanas (The Far Contry, 1954).



El Cid (ídem, 1961).



El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955).



El hombre del Oeste (Man of the West, 1958).



Colorado Jim (The Naked Spur, 1953).



La caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, 1964).



La colina de los diablos de acero (Men in War, 1957).



La brigada suicida (T-Men, 1947).

Soundtracks: La novia cadáver (2005) de Danny Elfman.

Por Antonio Miranda.


Seis primeros minutos de película; el compositor estadounidense muestra el poder que nos ofrecerá en este trabajo. Ininterrumpidos y conjuntando orquestación con arreglos exquisitos y voz y un toque satírico y burlón que remata un inicio, musicalmente hablando, perfecto, Elfman anuncia ya la brillante composición que está por venir. Poco después, tras la llegada a la mansión, se produce una de las secuencias más interesantes para cualquier estudioso de la influencia de la música del cine en este último (y no por la estructura de aquélla alrededor de la escena, o los compases previstos acompañando a los sucesos, o las sensaciones que broten del momento). Es habitual escuchar, como música incidental en el cine, cualquier pieza clásica y, si sale de un piano, más siquiera; Chopin, Liszt, Mozart… Aquí entra en juego el papel del director. Él es quien decide y Burton, en esta ocasión, libera a la trivialidad de lo habitual y sienta a Víctor (protagonista masculino) al piano para tocar una pieza original del propio Elfman, el tema principal de la película en versión piano. Emocionante para quien esto escribe. Algo de una sutileza e inteligencia extraordinarias. ¡La música de cine se eleva a la máxima expresión! Habría sido tan fácil que Víctor interpretase a Beethoven y la gente, sentada en sus butacas, reconociese orgullosa la melodía… No, no es así, has de agudizar el entendimiento para dibujar en el aire el triángulo vital que se forma entonces: novio y novia unidos por la música que toca aquel, que oye ésta y que compone Elfman  identificando la idea global de la obra. Es enlazar lo que la música explica y sintetiza en este filme (la vida y la muerte) con el drama y el romanticismo profundo de los dos protagonistas.


La habilidad descriptiva, solapando escenas de calibres incluso opuestos, es admirable. Los detalles y sentimientos, objetos y burlas, comicidad y drama, todo va apareciendo de forma habilísima y es respondido, mejor dicho, descrito, por el músico con destreza y sin la trivial necesidad de los silencios. Rememorando matices de viejas y admirables composiciones (Sleepy Hollow, Eduardo Manostijeras, Pesadilla antes de Navidad; la escena en la cual aparece la Novia Cadáver es un espectacular juego de combinación de la fuerza espeluznante de la primera y los coros de la segunda), Elfman va fabricando un score sólido y de gran convicción, solventando el complicado tema de la narración mediante magistrales y estudiadas canciones, en cuyo género ya mostró, años atrás, una delicioso dominio.

Extraordinaria opereta; Elfman marca su territorio con claros apuntes cómicos y disparatados pero llenos de un sentido filosófico práctico. El uso de la orquesta alcanza su máximo esplendor sin necesidad de acudir a sonidos electrónicos, tan habituales hoy día. Aún da un giro más drástico y emplea el clavicordio como instrumento de vital importancia en torno al cual se mueve la historia. Un absoluto y nada habitual acierto del compositor otorgando a esta clásica herramienta el papel principal en su música, sonido que, en la ópera, resulta de igual trascendencia pero como elemento básicamente de apoyo. Aquí no, el corte dramático y operístico de la partitura se afianza más, si cabe, escuchando cómo las notas del instrumento europeo deambulan con arrollador sentido por toda la obra.

Danny Elfman.

Ya hemos mencionado la introducción y la escena donde aparece la Novia Cadáver, de grandísima calidad musical; la película se mueve en continuas narraciones y descripciones ejecutadas por la orquesta y llega, a mitad de la obra, a la breve pero extraordinaria secuencia donde el viejo Elder Gutknecht fabrica la pócima para la pareja, una sobredosis de calidad del compositor que nos ofrece combinando admirablemente fragmentos ‘’herrmannianos’’ con instantes drásticamente ‘’elfmanianos’’ y segundos de descripción con momentos de narración para concluir, sin brusquedad, adoptando su propio estilo al dejar a los protagonistas en el mundo de los vivos. Magnífico.


El guiño al score de Max Steiner para Lo que el viento se llevó califica la locura compositiva que precede al romántico final. Un revoltijo de melodías, estilos, arreglos, matices y anécdotas musicales que, unidas por dicha referencia al genial compositor austriaco, adoptan el papel de narradoras en la sombra y son capaces de anonadar a cualquier espectador que se centre en la escucha. ¿Cómo es posible concluir una historia con semejante maraña musical sin que se caiga en el desastre artístico? Burton por un lado (la historia) y Elfman por otro (la música), ambos formando una única y lograda intención, lo consiguen. Dos genios.

Concluyendo, una obra maestra de Danny Elfman con gran frescura y variedad de registros. Es una lástima que esté precedida de obras maestras que ya el compositor elaboró en el pasado de un estilo similar y que impiden, en cuanto a originalidad, alcanzar cotas mayores.


Las diez mejores películas de Boris Karloff (1887-1969).

"¡Está vivo! ¡Está vivo!"
(El doctor Frankenstein, 1931)




El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), de James Whale.



La momia (The Mummy, 1932), de Karl Freund.



El caserón de las sombras (The Old Dark House, 1932), de James Whale.



Satanás (The Black Cat, 1934), de Edgar G. Ulmer.



La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), de James Whale.



Horror en el cuarto negro (The Black Room, 1935), de Roy William Neill.



La torre de Londres (Tower of London, 1939), de Rowland V. Lee.



El ladrón de cadáveres (The Body Snatcher, 1945), de Robert Wise.



Las tres caras del miedo (I tre volti della paura, 1963), de Mario Bava.



El héroe anda suelto (Targets, 1968), de Peter Bogdanovich.

El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948) de John Huston.

“Cuida tu ambición. Puedo volar pero también arrastrarse”.
(Edmund Burke)

Dobbs (Humphrey Bogart) es un ciudadano norteamericano sin un peso en el bolsillo que malvive deambulando por las calles de la ciudad de Tampico, al noreste de México. Cuando conoce a Curtin (Tim Holt) y al viejo Howard (Walter Huston), otros dos estadounidenses en su misma situación, decide emprender junto a ellos la búsqueda de oro por la Sierra Madre.


The Treasure of the Sierra Madre es, junto a La jungla de asfalto (The Asphalt Jungle, 1950), la mejor película de John Huston en opinión de quien suscribe estas líneas. Escrita por el propio Huston a partir de la novela homónima del misterioso B. Traven, publicada allá por 1927, la cinta se eleva como una soberbia fábula acerca de la ambición desmedida y sus consecuencias en el ser humano. En 1948 se alzó con tres premios Óscar: Mejor director, Mejor guión adaptado y Mejor actor secundario para el veterano Walter Huston, padre del realizador, por lo que todo terminó quedando en familia.


Filmada a caballo, por exigencias del director, entre México, el desierto de Mojave y los estudios de la Warner en California, el filme, de textura árida y polvorienta (la fotografía en blanco y negro de Ted McCord resulta impresionante), cuenta con una de las más grandes interpretaciones de Humphrey Bogart, cuyo alienado personaje, a ratos tan escalofriante como el Jack Torrance de El resplandor (The Shining, 1980), sufrirá los males de la fiebre del oro. Junto a él también brilla un lenguaraz Walter Huston que se las sabe todas. Por el contrario, no creo que el insípido Tim Holt esté a la altura de sus dos compañeros de reparto. Huston narra con una maestría incuestionable, sin apenas altibajos durante las más de dos horas del metraje, incidiendo en el carácter telúrico y fatalista de este trágico relato aventurero (su final probablemente inspiró el de Atraco perfecto, de Stanley Kubrick, admirador confeso de la película). La obra se puede estructurar en tres partes: la primera transcurre en las calles de Tampico, donde Dobbs y Curtin hacen lo posible por sobrevivir hasta que conocen a Howard en un albergue de mala muerte (ojo a la aparición en tres ocasiones del mismísimo John Huston ataviado con traje blanco y dando limosna al personaje de Dobbs); la segunda abarca desde el inicio de la búsqueda, una vez que un boleto de lotería comprado por Dobbs resulta ganador, hasta que, pasados calvarios varios (principalmente sed y cansancio), encuentran una mina de oro; y la tercera, la mejor y más tensa, el tramo decisivo en el que las desconfianzas entre los tres protagonistas comienzan a surgir a consecuencia del valioso hallazgo, y en donde, por si no tuvieran ya suficientes problemas entre ellos, tendrán que hacer frente a los despiadados bandidos mexicanos de la sierra.


Conclusión: uno de los clásicos imprescindibles del cine de aventuras de todos los tiempos. De obligado visionado.


Drácula (Dracula, 1931) de Tod Browning.

“Yo nunca bebo… vino”.

El señor Renfield (Dwight Frye) viaja hasta la región de los Cárpatos, en la inhóspita Transilvania, para cerrar un trato inmobiliario con el misterioso conde Drácula (Bela Lugosi), un ser sobrenatural que pretende adquirir una vieja abadía en Londres.


Considero que el mítico Drácula de Tod Browning tiene un mayor valor iconográfico que estrictamente fílmico. De hecho, me parece una de las películas menos logradas del singular autor de Freaks, quien, a buen seguro, rodó el presente filme sin motivación alguna tras la inesperada muerte de Lon Chaney, amigo suyo que, en principio, iba a ser el actor que interpretase al famoso personaje creado por la pluma de Bram Stoker en 1897. Drácula, con guión de Garrett Ford, adapta una obra de teatro escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela homónima del citado Stoker. Esa procedencia teatral resulta demasiado acusada en el desarrollo de una trama en exceso arrítmica (algo de lo que pecan casi todas las películas que, como ésta, fueron rodadas en el período situado a caballo entre el cine silente y el cine sonoro) e inmóvil.


Como decía, lo más valioso de este Drácula es que sienta las bases iconográficas del cine de terror posterior: el castillo, los murciélagos, las telarañas, los ataúdes, la niebla, los aullidos (salen hasta armadillos)… Su primera parte, la que transcurre en Transilvania, constituye una notable muestra de imaginería gótica (impresionante decorado de la entrada del castillo), con una gran presentación del personaje del conde saliendo de su ataúd y bajando las escaleras del castillo vela en mano. “Soy Drácula”,  le dice con siniestra sonrisa a un acongojado Renfield. En cambio, cuando la acción se traslada a Londres, con el conde frecuentando a la alta aristocracia inglesa, en especial el dormitorio de Mina (Helen Chandler), su principal víctima, todo se echa a perder. Es entonces cuando la cinta carece por completo de ritmo, tornándose tediosa y teatral. Algo a lo que también contribuyen las torpes interpretaciones de los actores, en especial la de Bela Lugosi, bastante mediocre pese a que se hiciera famoso gracias a ella. Sólo en el tramo final, el que tiene lugar en el interior de las catacumbas, donde se ajusticia (en off) al vampiro en su ataúd, la obra se levanta para concluir de manera digna. Como al principio, vuelve a sonar El lago de los cisnes, de Chaikovski. Fin.


Soñadores (The Dreamers, 2003) de Bernardo Bertolucci.

“Vas demasiado limpio para ser alguien a quien le gusta el cine”.

París, primavera de 1968. Matthew (Michael Pitt) es un estudiante norteamericano aficionado al cine que un día conoce en la Cinemateca francesa a Theo (Louis Garrel) e Isabelle (Eva Green), dos hermanos gemelos que mantienen una relación muy particular.


Sobrevaloradísimo título del no menos sobrevalorado director italiano Bernardo Bertolucci, quien en The Dreamers, película escrita por Gilbert Adair a partir de su propia novela, realiza un insustancial ejercicio de cinefilia primeriza con el que busca la fácil complicidad del espectador medio. La acción se ubica en el turbulento contexto socio-cultural de Mayo del 68 en Francia, cuando cientos de miles de grupos estudiantiles de izquierda se lanzaron a las calles para protestar contra la sociedad de consumo, marco temporal que sirve a Bertolucci para introducir algunas reflexiones referidas a las tendencias sociales, políticas y culturales del momento. Pura fachada intelectual.

El filme está narrado por el personaje de Matthew, cuya voz en off puntea ocasionalmente el relato. Durante los primeros minutos de metraje se muestra la afición al cine de buena parte de la juventud francesa, que se reúne en la Cinemateca para disfrutar de clásicos norteamericanos en versión original como Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963), de Samuel Fuller. Matthew es un joven tímido que no se relaciona con nadie. La decisión del gobierno de cesar a Henri Langlois como director de la Cinemateca debido a los excesivos gastos que ésta ocasiona, provoca una oleada de protestas entre los irritados cinéfilos. Es en una de esas manifestaciones donde Matthew entra en contacto con los descarados Theo e Isabelle, hijos de un reconocido y acomodado escritor. Los tres se hacen amigos tan íntimos que los hermanos deciden invitar a Matthew a que pase una temporada en su casa, aprovechando la ausencia de sus progenitores. A partir de ahí el trío protagonista dedica todo su tiempo a realizar juegos cinéfilos, hablar sobre política, fumar porros y echar polvos; sin obviar algunos debates fílmicos estériles propios de los redactores de Cathiers du Cinéma. Bertolucci establece paralelismos entre lo que sucede en su trama con determinados títulos de la historia del séptimo arte como La reina Cristina de Suecia (Queen Christina, 1933), de Rouben Mamoulian, o Banda aparte (Bande à part, 1964), de Jean-Luc Godard, entre otros. Además, utiliza canciones de Jimi Hendrix, Janis Joplin, Bob Dylan o Willie Mae Thornton como banda sonora.


Lo mejor de todo: los desnudos de Eva Green. Impresionante físico el suyo.


Soundtracks: Braveheart (1995) de James Horner.

Por Antonio Miranda.


La inusual habilidad de James Horner para rebosar sentimientos de sus partituras es brillante, incuestionable y única. Mucho se habla del controvertido compositor desde hace años y años hace, quien le siga, que comprende la razón. Polémicas, parecidos o plagios aparte (todo artista los tiene), nos encontramos ante una de las creaciones cumbre del músico de Casa de arena y niebla. Un inicio pausado, tranquilo, épicamente romántico, su parte central de corte variado y un final exuberante y directo. Una partitura de grandísimo nivel.

Llega la comitiva de los guerreros campesinos. William Walace, de niño, percibe en seguida lo que ocurre. Horner compone, lo hace ahora siguiendo los esquemas de su gran referente clásico (Aaron Copland). Aparece siempre en los momentos exactos para, con tres notas, rozarte el alma de una manera tal que pareciera clavar cuchillos de pena. Asombroso cómo lo hace, la forma de arreglar sus conseguidos temas principales mediante una orquestación en la que brilla sobre todo y que ha de estudiarse aparte. No haría falta seguir viendo la escena del niño intuyendo los acontecimientos iniciales para sentir lo que Gibson pretende, para conocer lo sucedido, para obtener toda la información simplemente escuchando sus notas.


Braveheart impulsa un escalón más la maestría  intimista del compositor estadounidense. Domina como nadie la capacidad narrativa a ritmos pausadísimos y así lo hace en la parte inicial del metraje y, posteriormente, en momentos puntuales. Llega a un dominio del contenido asombroso ya que, sin necesidad de diálogos, la dupla Gibson-Horner es capaz de mostrarnos toda la intensidad de lo que se quiere contar. Es más, el compositor llega a tener un control tan grande sobre la narración de la historia de amor inicial que juguetea con sonidos diversos e intensidades variables, dándonos un viento sutilísimo cuando la razón musical nos llevaría, en el momento de la declaración de amor de William Walace, a un crescendo de violines. El arpa y los sonidos de flauta mandan. El lirismo del oboe aparecerá sólo e intencionadamente en la parte final de este inicial romance, anunciando la tragedia. Horner enlaza la parte intimista con la de acción (en la que la flauta japonesa shakuhachi y la percusión ponderan la figura del guerrero) mediante la estudiada y ralentizada escena de Wallace llegando sobre su caballo. El compositor usa toda su experiencia en partituras como Peligro inminente y Juego de patriotas para fabricar este importante enlace musical. Se despide el lirismo y comienza la tragedia. La hermosa y meditada desolación que el artista alcanza en el primer tercio de la obra es brillantísimo:  la parte fundamental de toda la composición.


Llega la acción; la shakuhachi toma los mandos, secundada siempre por el importante papel de la percusión. El sonido de gaita, usado durante gran parte de la música, nos sitúa. Pese a ser Escocia el paraje del filme, estos sonidos étnicos no dejan de ser simplemente una ayuda ‘’geográfico-musical’’. Horner ha trazado toda su partitura en el mencionado primer tercio de ella y ahora se dedicará a describir, dejando su música en un plano casi oculto, las andanzas de los guerreros y martillear violentamente la narración de la acción de pocas secuencias de batalla.

‘’Hijos de Escocia, soy William Wallace’’. Comienza la primera gran contienda. Llega el famoso discurso del guerrero y aparece Horner, por vez primera tras la parte lenta, en escena. Gibson actúa, pero no es él quien habla, no es William Wallace quien arenga a los luchadores; es el compositor quien cobra un absoluto mando sobre todo. Podríamos tildar el momento de populista, comercial y facilón. No lo es; el director pretende lo que vemos y el músico lo ejecuta. Pocas escenas en la música de cine son tan directas y exquisitas como esta. Pocas veces un artista ha conseguido lo pretendido, y no otra cosa, de una manera tan escandalosa (y de tal forma lo hará con el final de la historia). Como en casi toda la obra, escuchándose en los momentos clave, narrando, sería suficiente con entender lo que oímos, sin diálogo ni escena alguna. El lirismo y la pena absoluta del primer tercio del metraje y la venganza devastadora del resto se unen aquí. Es, literalmente, un punto de inflexión llamativo y admirablemente conseguido.

James Horner.

El romance con la segunda mujer surge durante el último tercio de metraje, repleto de acción y batallas. Horner, hábilmente, une las dos historias de amor en una sola; concluye la primera usando, en su parte final y como ya hemos dicho, el sonido del oboe e inicia la segunda empleándolo también, olvidándose de la flauta y fusionando ambas situaciones mediante la aparición rápida de la orquesta en conjunto. Interesante: realmente, con el primer beso a la segunda mujer, todos sentimos desazón y recuerdo para con la primera. No se trata de dos amores distintos (el guerrero no besa a una nueva mujer), es uno solo y único que Gibson engrandece hasta convertir ambas vivencias en una emoción individual: el Amor… El compositor así lo rubrica y emplea el sonido grandioso de los violines para, en esta ocasión, dar a conocer no la historia en sí con la nueva dama sino la grandeza del sentimiento verdadero (con el cual podemos resumir la mayoría de intenciones de Braveheart como película). Horner ya no empleará los vientos sutiles de las flautas, como en el caso de la campesina mujer de Wallace, sino el conjunto de cuerdas para otorgar a la aventura amorosa con la princesa el carácter de globalidad sentimental. El tema y el uso de los violines, apoyados en este momento por una sucesión de imágenes variadas de distintos personajes es, sencillamente, hermosa.


La parte final de la obra es, sin más, de un éxtasis musical asombroso. Horner encuentra en el sufrimiento del guerrero la excusa perfecta para encumbrarse como un maestro del sentimiento. Allí nos lleva. Cualquiera podría criticar el hecho como de fácil progresión artística. No es cierto, la sencillez (que no facilidad) es de altísimo calibre. No resulta común presentar un entramado artístico sencillo y, a la vez, de calidad. Los tiempos son manejados con una habilidad única, caminando desde el mantenimiento de una nota, sosteniendo las emociones, hasta la variedad en los acordes, los tres comentados antes (que vienen del arte de Copland) y el ir y venir de intensidades, pero en ningún momento desorbitadas como, casi de forma lógica, pediría el desenlace. No, el compositor mantiene una calma tal que te mata junto a Wallace. Un final, musical y sentimentalmente hablando (propósitos del filme tratado desde nuestro ámbito) majestuoso.

Concluyendo, obra de altísima calidad que tiene muy claro, desde sus inicios, lo que  busca. Una parte sentimental abrumadora; la música de acción, que tal vez perjudica algo el nivel global de la banda sonora y un final de máxima belleza. Obra moderna de referencia.


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