Soundtracks: La pasión de Cristo (2004) de John Debney.

Por Antonio Miranda.


Una ligera y poco afortunada introducción a la historia, basada en una mezcla de sensaciones y secuencias y con toques, por momentos, terroríficos (que sólo comprenderemos en el conjunto final)  nos presenta al más puro Debney, elegante, sutil, siempre en su sitio y que adelanta la atmósfera equilibrada y uniforme que nos va a ofrecer en ‘’La Pasión de Cristo’’, orientación de la partitura, cuanto menos, arriesgada (no olvidemos la vertiente sangrienta y de violencia que contiene la cinta).

El primer tercio del filme, musicalmente hablando, nos otorga descripciones en absolutamente todas las secuencias de la obra en las que toma partido el artista. Debney apoya y nunca narra, en ningún momento se dedica a contarnos lo que vemos, lo que ocurre, incluso las desgracias y golpes que Jesús va padeciendo. Su tono tranquilo, un exquisito uso de la instrumentación étnica y únicamente el registro melódico, haciendo referencia al tema principal compuesto para el filme, que surge poderoso pero también contenido al iniciarse el juicio, hacen de la evolución de la partitura la idea total de Cristo. Compositor y director optan por describir, mediante las notas estudiadas, el sentir y el obrar del Hijo del Hombre durante su calvario: pacífico, imperturbable, sereno (tal como suena la música).


Hoy día nos damos cuenta cómo la elección del músico estadounidense para la cinta de Gibson fue un acierto absoluto. Quién sabe qué habría hecho el a veces repetido y otras genial James Horner, muy nombrado para este trabajo en su día y colaborador del director en varios de sus anteriores y exitosos proyectos, mas la partitura prudente y estable que compuso el primero ha resultado ser el alma de un Jesús de Nazaret inmerso en el sufrimiento y paciente en el sentimiento. Una auténtica delicia de la prudencia e inteligencia musical. Así lo comprobamos terminado el segundo tercio tras haber presenciado los inicios del escarnio; una segunda parte de las tres en la que los flash back son numerosos, incrustados entre la masacre de sangre y precedidos, en su inicio, por el segundo instante melódico del filme, tras arrancar la carne del costado de Jesús durante la flagelación. Poco a poco vamos siendo conscientes de la verdadera naturaleza de las notas; realmente, la conexión directa entre la moderación de Cristo y el cuerpo de la partitura nos lleva, sin lugar a dudas, hasta la figura de Dios. Debney, pacientemente y con mesura, nos va a perfilar durante toda la obra la noción absoluta de la Divinidad: su música, tersa y meditada, nada tiene que ver, en último extremo, con lo que estamos presenciando. Y lo que vemos nada tiene de inserción con la realidad: todo es una excusa sincera para llevarnos a la presencia de la Idea; en este caso, directamente plasmada en Jesucristo, a la idea de Dios.


Último tercio: desenlace y culminación de la partitura. Momento enlazado por el inicio del camino a la Cruz y de gran importancia en toda la obra: el compositor, por vez primera, da un giro ligero a sus intenciones y sella el momento que compone, la orquesta nos cuenta el comienzo del calvario llevando las maderas y sencillamente olvidamos todo misticismo anterior. La intención no es gratuita, está por llegar el instante más hermoso de todo el filme y uno de los más arrebatadores compuestos en los últimos años: tercera aparición melódica y María postrada ante su Hijo, que ha caído de pronto al suelo. El contraste que consigue el artista introduciendo un fragmento tan bello justo cuando la música había cambiado de registro es de una gran habilidad y trabajo. Silencio absoluto después.

 La subida hasta el Gólgota aglutina la evolución final y maestra de toda la partitura. El instante comentado, el giro de orientación narrativa que ofrece Debney en numerosos momentos y el desarrollo de la concepción melódica de inicio a fin son las tres funciones más destacables. La cuarta aparición del tema melódico brota cuando Jesús se aproxima, ya en la cima de la colina, hasta la cruz, que descansa en el suelo. El desenlace, progresivo, nos acercará hasta una apoteosis en este sentido, reflejando la unión de Padre e Hijo y olvidando el equilibrio de todas las notas hasta ahora reflejo del sufrimiento. Debney ha ido presentándonos la Divinidad, la Gloria final mediante las cuatro apariciones melódicas comentadas. La siguiente no tarda, es el éxtasis comentado y Cristo es clavado sádicamente en la cruz. Partitura e historia continúan pero, a juicio de quien esto escribe, el tema compuesto para este acontecimiento supone el final de la obra, una conclusión de un nivel artístico tan alto que nada de lo que después se escuche tiene la importancia, poder o absolutismo que encontramos en la composición para este momento. Una auténtica obra de arte. Jesús (sin hacerlo aún) ha muerto; la historia ha llegado a su cumbre final. Aquí tenemos cómo una composición para cine es capaz de abordarlo todo y ella misma sentenciar la historia. Debney ha llegado, comenzando por los fragmentos controlados y estudiados, a la belleza máxima final que, inteligentemente, nos fue ofreciendo poquito a poco durante la obra.


Concluyendo, nos encontramos ante una partitura de altísimo nivel y trabajo por parte de compositor y director. Su estructura, muy lejana a lo que vemos al inicio y aproximándose a tal sentido al final, cuando más énfasis dará a la parte melódica, es de gran valor artístico. Sin duda, imprescindible.


Bajo el peso de la ley (Down by Law, 1986) de Jim Jarmusch.

“Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo asuma tú también habrás de asumir,
pues cada átomo mío es también tuyo.
Vago al azar e invito a vagar a mi alma”.
(Walt Whitman)

Jack (John Lurie), un proxeneta, y Zack (Tom Waits), un disc-jockey de radio, son encarcelados por dos delitos que no han cometido. Ambos compartirán celda con Roberto (Roberto Benigni), un simpático inmigrante italiano que apenas sabe hablar inglés.


El cine de Jim Jarmusch resulta inequiparable debido a la originalidad y la desvergüenza con las que aborda los distintos géneros o subgéneros, saltándose casi siempre los convencionalismos imperantes, y reescribiendo a su modo cada uno de ellos.  Down by Law, definida por el realizador como una “neo-beat-noir-comedy”, es una deliciosa tragicomedia carcelaria en blanco y negro (extraordinaria fotografía de Robby Müller, por entonces colaborador habitual de Wim Wenders) que funciona como fábula sobre la libertad, el compañerismo, la marginalidad o la pérdida del sueño americano.


La película se estructura en tres partes bien diferenciadas: presentación de los personajes y sus conflictos en la ciudad de Nueva Orleans (aquí la presencia de Benigni se reduce a una breve aparición); estancia en prisión; y huida a través de los pantanos de Luisiana. A diferencia de cualquier otro filme carcelario con evasión de sus protagonistas de por medio, donde la planificación y preparación de la fuga suele ocupar un lugar preponderante dentro del relato, en Down by Law el autor de Dead Man prácticamente omite esa cuestión. Es cierto que vemos a Zack, Jack y Roberto huir del presidio, pero en realidad no sabemos cómo lo han hecho. La trama, en su conjunto, es bastante minimalista, lo que favorece su sentido fabulístico. A Jarmusch sólo parece interesarle la relación que se establece entre unos personajes condenados a entenderse, y la interacción de estos con el espacio que habitan, ya sea la habitación de un apartamento urbano, la mugrienta celda de la prisión o el espacio “abierto” de los pantanos de Luisiana.


A nivel estético y formal, apartado en el que la presente obra ocupa un lugar muy destacado en la filmografía del director estadounidense, sobresalen la cuidada composición de los encuadres, el uso de planos fijos de larga duración, los travellings laterales (magnífico arranque mientras de fondo suena Jockey Full of Bourbon de Tom Waits) y una puesta en escena de espacios reducidos.

John Lurie y Tom Waits (músicos los dos), además de aportar la banda sonora y las canciones de la película respectivamente, cumplen con sus interpretaciones, aunque en este sentido el mejor trabajo es el que realiza un entrañable, divertidísimo Roberto Benigni.


Pasolini (ídem, 2014) de Abel Ferrara.

“La vida es un montón de insignificantes e irónicas ruinas”.
(Pier Paolo Pasolini)

Se narra el último día en la vida del escritor, poeta y director de cine italiano Pier Paolo Pasolini (Willem Dafoe) antes de ser asesinado en la madrugada del 2 de noviembre de 1975.


Interesante, aunque insuficiente acercamiento/homenaje a la controvertida figura de Pier Paolo Pasolini a través de la descripción de sus últimas horas de vida en Roma, y de la plasmación en imágenes de algunos de sus escritos y de la que debía haber sido su siguiente película (Porno-Teo-Kolossal) tras la filmación de Saló o los 120 días de Sodoma (con imágenes de ésta proyectadas sobre una pantalla arranca el filme). Lo mejor de la cinta que nos ocupa es, sin duda, la magnética presencia de Willem Dafoe, quien, ataviado con gafas oscuras y ropa al estilo de los setenta, y a pesar de hablar en inglés americano, ha sabido resucitar en tono elegíaco al fantasma del autor de Accattone.


Abel Ferrara, con guión de Maurizio Braucci, crea desde el respeto y la más profunda admiración, el retrato de un hombre insatisfecho, provocador y sumamente crítico con la sociedad de su tiempo (conocidos son sus feroces ataques al poder, al consumismo y al nuevo fascismo). La película funciona mientras Dafoe está presente. Es decir, cuando se describe el último día de vida del cineasta, al que vemos leer por la mañana sobre la convulsa situación social que vive Roma en el Corriere della Sera, sentarse a escribir a máquina, comer junto a su amada madre y unos amigos a mediodía, jugar al fútbol con los chicos del barrio, conceder su última y premonitoria entrevista a Furio Colombo de La Stampa durante la tarde (“Estamos todos en peligro”, le dice al periodista), o salir a cenar por la noche antes de que la búsqueda de sexo con un joven lo conduzca a la perdición en una solitaria playa de Ostia. Sin embargo, tropieza cuando Ferrara intenta emular a Pasolini con la recreación de fragmentos del último guión escrito por el artista italiano (como decíamos, Porno-Teo-Kolossal, la historia de un hombre de mediana edad que, junto con su nuncio o ángel de la guarda, sigue al cometa que anuncia la llegada de un nuevo mesías). Y es que el universo pasoliniano, guste más o menos, es tan personal, pintoresco e intransferible, que resulta ridículo en manos de cualquier otro realizador.


Con respecto al brutal asesinato de Pasolini, del que probablemente nunca sepamos toda la verdad, Ferrara no opta, al menos de una forma abierta, por la teoría conspirativa del crimen político, sino que lo muestra como el crudo resultado de una sociedad que se regodea en la violencia.

En definitiva, con Pasolini uno tiene la sensación de que el autor de Teniente corrupto se queda a medio camino en casi todo. Una pequeña decepción.


Calvary (ídem, 2014) de John Michael McDonagh.

“No desesperes, uno de los ladrones se salvó. No te confíes, uno de los ladrones fue condenado”.
(San Agustín)

El padre James Lavelle (Brendan Gleeson), párroco de la iglesia de un pequeño pueblo irlandés, es amenazado de muerte durante una confesión por uno de sus feligreses.


Si en Yo confieso (I Confess, 1953), infravalorado clásico de Alfred Hitchcock, el sacerdote interpretado por Montgomery Clift escuchaba de boca del asesino la revelación de un crimen que más tarde terminaría por implicarlo, debatiéndose entonces entre su inocencia y el secreto de confesión, en Calvary, segunda película del realizador y guionista británico John Michael McDonagh, el padre James, al que encarna un enorme, colosal Brendan Gleeson, recibe una amenaza directa de muerte por parte de uno de sus parroquianos que previamente le ha confesado haber sufrido abusos sexuales en manos de otro eclesiástico durante el pasado (se estima que en el seno de la Iglesia católica irlandesa se abusó de unos treinta y cinco mil niños entre los años cincuenta y los años ochenta). Con esta inquietante escena, limitada en su plasmación a un primer plano del protagonista, arranca el magnífico filme que nos ocupa.


Emulando a Gabriel García Márquez, podríamos definir a Calvary como la crónica de una muerte anunciada. El relato se estructura a lo largo de ocho días, de domingo a domingo. Una semana entera para que el padre James ponga en orden su propia vida (recibe la visita de su hija Fiona, a la que no ve desde hace algún tiempo y que ha intentado suicidarse) y la de la comunidad en la que ejerce su ministerio, antes de toparse en la playa con el frío rostro de la muerte, como el Antonius Block de El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), aunque su personaje recuerde más al del sheriff Will Kane de Solo ante el peligro (High Noon, 1952). Durante esos días asistiremos al calvario de un hombre bueno, íntegro, en el seno de una colectividad mediocre y frustrada. James deberá soportar el descreimiento y la ironía de sus feligreses, de variopintas edades y condición social, bajo cuyas acciones (criminales en determinados casos) subyace el peor de los vacíos existenciales. La figura del sacerdote ya no es lo que era. Los tiempos han cambiado, y su presencia, antaño innegociable, es vista ahora como el arcaico y molesto rescoldo de una antigua moral. McDonagh ha reconocido inspirarse para su película en el llamado modelo psiquiátrico de Kübler-Ross, también conocido como modelo de las cinco etapas del duelo (negación, ira, negociación, depresión y aceptación), normalmente aplicado a aquellas personas a las que se les diagnostica una enfermedad terminal, o que, como en este caso, deben enfrentarse a una situación traumática.


El director, que en su narración no prescinde de un cínico y oscuro sentido del humor, opta por una puesta en escena sobria (especialmente austero resulta el cuarto donde descansa el protagonista), que contrasta con la primigenia belleza del paisaje costero irlandés en las secuencias de exteriores.

Calvary contiene diálogos brillantes, incómodas reflexiones, un gran personaje central y un buen grupo de pintorescos secundarios. De lo mejorcito que veremos en nuestros cines a lo largo de este 2015.


Las diez mejores películas del cine de terror de la Hammer.

"Si me pidiera Que definiera en Pocas Palabras el término arte, lo llamaria la Reproducción desde el lugar de los Sentidos perciben en la Naturaleza A través del velo del alma".
(Edgar Allan Poe)

1. El cerebro de Frankenstein ( Frankenstein debe ser destruida , 1969), de Terence Fisher.



2. Dr. Jekyll y su hermana Hyde ( Dr. Jekyll y Hyde hermana , 1971), de Roy Ward Baker.



3. La leyenda de Vandorf ( La Gorgona , 1964), de Terence Fisher.



4. Las novias de Drácula ( Las novias de Drácula , 1960), de Terence Fisher.



5. Drácula ( Dracula , 1958), de Terence Fisher.



6. El sabor del miedo ( sabor del miedo , 1961), de Seth Holt.



7. Frankenstein de Creo a la Mujer ( Frankenstein creó a la mujer , 1967), de Terence Fisher.



8. La maldición de Frankenstein ( La maldición de Frankenstein , 1957), de Terence Fisher.



9. Drácula vuelve de la tumba ( Drácula vuelve de la tumba , 1968), de Freddie Francis.



10. La maldición del hombre lobo ( La maldición del hombre lobo , 1961), de Terence Fisher.

The Imitation Game (Descifrando Enigma) (The Imitation Game, 2014) de Morten Tyldum.

“Las matemáticas poseen no sólo la verdad, sino cierta belleza suprema. Una belleza fría y austera, como la de una escultura”.
(Bertrand Russell)

Biopic sobre Alan Mathison Turing (Benedict Cumberbatch), matemático y criptógrafo británico cuya acción resultó clave para descifrar la máquina Enigma, utilizada por las fuerzas militares alemanas durante la Segunda Guerra Mundial para transmitir mensajes cifrados.


Alan Turing se suicidó el siete de junio de 1954 al ingerir una manzana envenenada con cianuro. Tenía sólo cuarenta y un años de edad. En 1952 fue procesado por su homosexualidad, siendo condenado a someterse a un duro proceso de castración química mediante un tratamiento hormonal si no quería ingresar en prisión. Poco antes había sido uno de los héroes anónimos de su país, Inglaterra, durante la Segunda Guerra Mundial, contribuyendo a la victoria aliada con el diseño de la máquina Bombe, que permitió descifrar los códigos secretos nazis de la máquina Enigma. Hoy en día se le considera uno de los padres de la ciencia de la computación, y el principal precursor de la informática moderna.


El espléndido guión de Graham Moore, ganador de un Óscar y que adapta el libro de Andrew Hodges Alan Turing: The Enigma (1983), está conformado por tres segmentos temporales que se van alternando a lo largo de la película. El más importante de ellos, el central, describe el trabajo llevado a cabo por Turing y su equipo, del que formaba parte la joven Joan Clarke (Keira Knightley), en las instalaciones militares de Bletchey Park durante los años en los que se desarrolló la guerra (1939-1945). Los otros dos, complementarios a éste, se ubican en líneas de tiempo diferentes: uno en 1928, mostrando la relación de un Turing estudiante (Alex Lawther) con su gran amigo y primer amor Christopher Morcom en el internado de Sherborne; el otro en 1951, cuando un robo en el domicilio del protagonista da pie a la apertura de una investigación policial en la que se termina destapando su homosexualidad. Un buen número de imágenes de archivo sirven para ilustrar el devenir del conflicto bélico. Tyldum acierta al priorizar el lado humano del personaje principal (su drama personal) sobre su lado histórico. Benedict Cumberbatch está genial como Alan Turing, dotando de complejidad y matices a un individuo muy singular cuya seguridad y arrogancia profesionales, contrastan con su fragilidad emocional y cierta falta de empatía para con los demás.


The Imitation Game trata temas varios como la intolerancia social, los secretos (personales o de Estado), la manipulación política, la falta de reconocimiento o el genio incomprendido. A la cinta sólo se le pueden reprochar algunos convencionalismos inherentes al biopic, en particular, y al cine comercial, en general, y una realización que, aunque inmaculada, resulta un tanto impersonal. En cualquier caso, un filme notable. Mejor de lo que uno espera.



Soundtracks: El desprecio (1963) de Georges Delerue.

Por Antonio Miranda.


            ‘’… Entonces me amas completamente…’’.

La conclusión a la que llega Camille tras una serie de triviales preguntas a su amado es, sencillamente, ridícula. Resulta artísticamente embriagador el estudio musical de los inicios de cualquier película y, en ‘’El desprecio’’, no es menor la ocasión de disfrutar al máximo de ello. Podría asegurar que se trata de uno de los comienzos de historia, en gran pantalla, que más impulsa la grandeza de su banda sonora. La conversación absurda del hombre y la mujer (desnudos) en la cama nos da a conocer la burda realidad cotidiana de la relación de pareja y, más allá, del amor en sí. Godard, el director, unta la secuencia con, por un lado, el remilgado y quejumbroso sentido romántico del género femenino y, por otro, con la estúpida actitud de conformismo del masculino. Nos encontramos ante un planteamiento inicial interesantísimo que se puede proyectar al resto del filme y cuya cotidianidad contrasta, drásticamente, con las hermosas, y realmente románticas, notas del genial músico francés el cual, indudablemente, encarna en la historia un papel protagonista. Delerue y su partitura no suenan, no describen, ni siquiera narran: son un personaje más del reparto. Un personaje, como digo, de una presencia constante y metafísica, chocando voluntariamente contra las costumbristas escenas que reflejan el amor cotidiano (rechazable, insípido y voluble pero practicado por todos los mortales). En ‘’El desprecio’’, la música representa el verdadero Romanticismo.


  La estética del filme, siguiendo los cánones de la ‘’Nouvelle Vague’’, es un matiz en claro contraste con la vertiente clásica de la música de Delerue. ¿Por qué? Tal vez el uso de una técnica compositiva más arriesgada no hubiera ofrecido este contraste mencionado y se hubiera convertido en un elemento más, pero sin demasiada importancia, que hubiera enmarañado todo el entramado. Mantener la idea de la música dentro del filme es potenciar la función novedosa de la obra y centrar, aún más si cabe, la intención que se pretende. Un ejemplo claro lo tenemos cuando ‘’el Ulises’’ de ‘’La Odisea’’ que se está rodando aparece, torpe en movimientos, nadando en el mar e izándose hasta una roca; suena la música dulce de la partitura y enlaza la imagen grotesca y realista con el cielo embriagador y hermoso. Un sencillo e inteligente choque que marca los lindes de las intenciones cinematográficas del director con habilidad.

‘’El desprecio’’ posee dos líneas argumentales, por un lado el conflicto de pareja y por otro el que aparece entre director y productor a la hora de dar cuerpo a una obra cinematográfica. Es decir, dos ámbitos directos y claramente realistas que podrían llevar a negar la postura sobre la música que quien esto escribe ofrece. Igualmente valdría el atrevimiento de adjuntar las melodías suaves y dulces de Delerue con la figura femenina, hermosa y delicada, de la protagonista y no llevarla hasta conceptos tan teóricos como el Romanticismo puro. Así ocurre cuando ella y él (el productor americano) se ven por vez primera. La llegada de la chica, que aparece en pantalla después de la escena inicial, es inquietante y llena de esplendor, todo gracias al inicio del tema principal que el músico compone para el filme. Pero sería muy cómodo quedarse aquí y no estudiar las intenciones de director y compositor de llevar más allá de la belleza de unas curvas visuales la creación de tan sublimes notas. Éstas suenan durante todo el metraje, iniciadas la mayoría de las veces cuando está presente la bella Camille en primer plano de importancia, y sí, nos conducen inexorablemente a su imagen, pero como símbolo de la belleza y la grandeza de la verdadera idea de Romanticismo. La escena inicial lo define: una mujer con el discurso tan pobre como el que se muestra en ese momento no puede ser la referencia única de una partitura tan sublime. Sería, simplemente, un gran error.


La parte del  amor que más se aproxima al concepto de Romanticismo mencionado es, sin duda, el dolor y la tragedia sentimental. Adoptemos entonces, si cabe, esta idea como enlace que sirve al compositor para mostrar su obra y reflejar, desde el inicio, la llegada de los acontecimientos. Es un hecho curioso: mientras la relación de pareja se va enfriando y rompiendo, la música mantiene la misma línea: triste, melancólica. Director y artista han optado por no llevar a ambas sobre franjas paralelas y sí, con la partitura, anunciar el desenlace desde un comienzo que, como digo, sería la parte más próxima a la idea filosófica del Amor que se quiere transmitir con el cuerpo de las notas del músico francés. No obstante, un punto flojo en el trabajo y que hace frenar la subida en calidad que pudiera intuirse en la obra es, decisión en su mayor parte del director, usar el tema principal una y otra vez hasta tal punto que llega a cansar su escucha, quizá no para el espectador inmerso absolutamente en la trama, pero sí para cualquier estudioso de las composiciones para cine. Una pena, pero Delerue se ve limitadísimo a la hora de componer y consigue, ligeramente, un par de versiones del tema que se pueden escuchar en algún instante, curiosamente los momentos ‘’narrados’’ por la partitura que más cuerpo y calidad alcanzan (al sincerarse los protagonistas por separado, con su voz en off, pero intercalados los pensamientos por el director y, minutos más tarde, al pronunciar Camille el desprecio que siente hacia su marido). No obstante, por otro lado, este pequeño matiz negativo se puede compensar con otra interpretación, muy atractiva, del papel de la música en el filme: el comentado protagonismo como si de un personaje importante más se tratara. A tal fin, el carácter repetitivo y único de la melodía principal, sin apenas variaciones, le ofrece un cuerpo con auténtica presencia hasta llegar a ser identificado como tal, como un miembro más de la trama.

Georges Delerue.

La partitura no se deteriora y la relación sí. La música nos habla siempre; nuestro cónyuge dejará de hacerlo muy pronto. Las notas nada guardan de ironía; las conversaciones de pareja lo harán, sin duda. La composición es eterna; el amor, no. El trato de uno con otro llega a ser violento; el sonido: siempre delicado. Aquí se encuentra el punto clave de la historia vista desde la música de Delerue. Un desarrollo muy equilibrado y que guarda esta orientación incluso en el desenlace final.  Como he dicho: la música nos evade hasta la filosofía del Romanticismo tomando como proyector de su idea la belleza de una mujer que, en verdad, no sufre sino el dolor vital de creerse romántica (y no serlo).

En conclusión, una obra limitada en duración pero intensa en planteamiento. No de las creaciones más altas del compositor pero sí con un valor, plasmado en la imagen, muy alto. Delerue, siempre delicado y hermoso.



Puro vicio (Inherent Vice, 2014) de Paul Thomas Anderson.

“¿Por qué las cosas deberían ser fáciles de entender?”
(Thomas Pynchon)

Los Ángeles, 1970. Larry “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix) es un detective privado hippy y adicto a la marihuana, que se ve envuelto en una enmarañada trama delictiva por intentar ayudar a su ex novia, la atractiva Shasta (Katherine Waterston).


Vaya por delante que no he leído Vicio propio (desistí tras las diez primeras páginas), la novela de Thomas Pynchon que Paul Thomas Anderson adapta en Inherent Vice. No obstante, no lo creo necesario, puesto que cualquier obra cinematográfica que parta de otra literaria, debe funcionar como un ente autónomo de ésta. De lo contrario, estaríamos ante una mala adaptación. Hecha esta aclaración, principalmente para rebatir la opinión de quienes ya apuntan que la película de Anderson no se puede entender si no se ha leído con anterioridad el texto original de Pynchon, vamos a tratar de analizar el filme que nos ocupa: interesante por momentos, aunque fallido en su conjunto, como ocurre con otros trabajos previos del realizador.


Puro vicio se enmarca en California a comienzos de la década de los setenta, unos años después de la erupción en Estados Unidos del movimiento contracultural hippy. Movimiento que hizo bandera del pacifismo, el amor libre, el sexo duro y las drogas. El arranque de la cinta no puede ser más prometedor, colocando sobre la mesa los tres elementos básicos del relato negro clásico: la figura del detective pardillo, la de la mujer fatal y un asunto turbio de por medio. Shasta le pide a “Doc”, el cual sigue enamorado de ella, que la ayude. Al parecer, Shasta es la amante de un rico promotor inmobiliario, un tal Mickey Wolfmann, contra el que conspiran su mujer y el amante de ésta. Estos tienen la intención de incapacitarlo encerrándolo en un manicomio, y pretenden que Shasta los ayude. El prólogo, que tal y como está filmado parece el resultado de una ensoñación del protagonista (o de una alucinación si tenemos en cuenta la adicción de “Doc” a la marihuana), se cierra con un magnífico plano secuencia que se abre con “Doc” acompañando a Shasta hasta su automóvil. A partir de ahí, “Doc” inicia una investigación que se extiende a lo largo y ancho de casi dos horas y media de metraje, dando lugar a una trama plomiza y confusa en la que abundan nombres y personajes cuyos vínculos tenemos que intuir, ya que rara vez se explican. Un batiburrillo narrativo en toda regla, pese a los esfuerzos por "aclararlo" de esa voz en off femenina que puntea la historia de vez en cuando, y que pertenece a un personaje que probablemente sólo exista en la cabeza del colocado “Doc”. ¿Es su conciencia?


La cinta goza de un tratamiento visual excelente (nadie duda del talento de Anderson al respecto), además de contar con una brillante envoltura musical formada por la partitura original de Jonny Greenwood (ex Radiohead) y una cuidada selección de éxitos musicales de la época. Sin embargo, el director no termina de acertar con el tono general de la película, que combina sin mucho acierto la comedia negra y el absurdo con un trasfondo claramente dramático: el de una generación destrozada por el uso y abuso de las drogas.

En el reparto aparecen muchos nombres conocidos (Benicio del Toro, Owen Wilson, Eric Roberts, Reese Witherspoon…), entre los que destacan las composiciones de Katherine Waterston (las mejores escenas son las suyas) y Josh Brolin como el ambiguo policía “Bigfoot”.

En definitiva, Paul Thomas Anderson apunta pero no dispara (otra vez). Sólo para los convencidos del autor de Magnolia.


Las veinte mejores películas del cine mudo.

"Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra".
(Georges Clemenceau)


1. Luces de la ciudad (City Lights, 1931), de Charles Chaplin.



2. Amanecer (Sunrise: A Song of Two Humans, 1927), de F. W. Murnau.



3. La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d´Arc, 1928), de Carl Th. Dreyer.



4. El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), de Robert Wiene.



5. Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), de F. W. Murnau.



6. El acorazado Potemkin (Bronenosets Potyomkin, 1925), de Sergei M. Eisenstein.



7. La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), de Charles Chaplin.



8. El viento (The Wind, 1928), de Victor Sjöström.



9. Avaricia (Greed, 1924), de Eric von Stroheim.



10. El maquinista de la general (The General, 1926), de Buster Keaton y Clyde Bruckman.



11. Metrópolis (Metropolis, 1927), de Fritz Lang.



12. La carreta fantasma (Körkarlen, 1921), de Victor Sjöström.



13. Fausto (Faust, 1926), de F. W. Murnau.



14. Las tres luces (Der Müde Tod, 1921), de Fritz Lang.



15. Intolerancia (Intolerance, 1916), de D. W. Griffith.



16. El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, 1925), de Rupert Julian.



17. La mujer del párroco (Prästänkan, 1920), de Carl Th. Dreyer.



18. Garras humanas (The Unknown, 1927), de Tod Browning.



19. He nacido, pero... (Umarete wa Mita Keredo, 1932), de Yasujiro Ozu.



20. Ben-Hur (Ben-Hur: A Tale of the Christ, 1925), de Fred Niblo.

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