Las 10 mejores películas sobre pintores.

"La pintura es más fuerte que yo, siempre consigue que haga lo que ella quiere".
(Pablo Picasso)


1. Andrei Rublev (Andrey Rublyov, 1966), de Andrei Tarkovsky.




2. La hora del lobo (Vargtimmen, 1968), de Ingmar Bergman.




3. La bella mentirosa (La belle noiseuse, 1991), de Jacques Rivette.




4. El sol del membrillo (1992), de Víctor Erice.




5. Los amantes de Montparnasse (Les amants de Montparnasse, 1958), de Jacques Becker.




6. El misterio de Picasso (Le mystère Picasso, 1956), de Henri-Georges Clouzot.





7. El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956), de Vincente Minnelli.




8. Jennie (Portrait of Jennie, 1948), de William Dieterle.




9. Mr. Turner (ídem, 2014), de Mike Leigh.




10. Utamaro y sus cinco mujeres (Utamaro o meguru gonin no onna, 1946), de Kenji Mizoguchi.


Playtime (ídem, 1967) de Jacques Tati.

“Quiero que la película empiece al salir del cine”.
(Jacques Tati)

Un grupo de turistas norteamericanas que realiza un tour por Europa, llega a París para pasar un día. En su visita a la capital francesa, se toparán en más de una ocasión con Monsieur Hulot (Jacques Tati), quien parece tener una cita importante en un gran edificio de oficinas.


Playtime supone el punto culminante en la carrera del actor y director Jacques Tati, y una de las cimas de la cinematografía francesa de todos los tiempos. Cuesta encontrar otra película (yo, al menos, no la conozco) con una puesta en escena que resulte tan minuciosa, cerebral, moderna e inventiva como la que nos ocupa. Con Playtime, además de una obra maestra del humor satírico, Tati consigue crear un mundo propio (ese París gris y modernista de enormes edificios de acero acristalados donde los monumentos históricos no parecen más que el reflejo de una época pasada que a casi nadie interesa) que en poco se parece a nada de lo que en cine se haya hecho antes o después del autor de Mi tío. El filme, la producción más costosa del cine francés hasta ese momento (se construyó una auténtica ciudad, conocida como “Tativille”, situada al aire libre en las afueras de París en la que se utilizaron alrededor de 50.000 metros cúbicos de hormigón, 4.000 metros cúbicos de plástico, 3.200 metros cuadrados de armazón de madera y 1.200 metros cuadrados de cristales), fue rodado en 70 milímetros.


A lo largo de Playtime, Tati juega de manera brillante con el espacio cinematográfico (la profundidad de campo, las relaciones entre el interior y el exterior, la perspectiva, la composición de planos generales plagados de personajes o la tramposa correspondencia entre el sonido de un objeto y su ubicación exacta). La película se estructura básicamente en seis largas secuencias: la inicial en la sala de espera del aeropuerto de Orly; la del edificio acristalado de oficinas al que Hulot acude (presumiblemente) en busca de trabajo; la de la sala de exposición de novedades para el hogar; la de los “apartamentos-escaparate” donde reside un antiguo conocido de Hulot; la del restaurante de lujo que abarca la práctica totalidad de la segunda mitad del metraje; y la del “tiovivo” motorizado de automóviles en torno a una glorieta ya al final. Aunque la trama (la cual no existe como tal) se desarrolla en París, sólo vemos las construcciones más emblemáticas de la ciudad (la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, la Basílica del Sagrado Corazón, el Obelisco de Lúxor…) a través de borrosos reflejos en las puertas de cristal de edificios modernos. Con ello, el objetivo de Tati no es otro que criticar el proceso de uniformización arquitectónica al que se ven sometidas las grandes capitales del mundo, que renuncian a su identidad histórica en su avance hacia la modernidad. Esa uniformidad espacial se traslada también a la conducta de los ciudadanos, que parecen autómatas en sus calculadas normas de comportamiento social. Sólo Hulot rompe con esa monotonía. A costa, eso sí, de una difícil integración en su entorno.


En relación a la secuencia (especialmente relevante dada su extensa duración) del club nocturno, el Royal Garden, que decide abrir sus puertas al público a pesar de que las obras para su remodelación aún no han finalizado, señalar que se trata de una ininterrumpida, progresiva y divertidísima sucesión de gags que conducen al caos. Y allí donde hay caos o desorden siempre aparece Hulot, aunque en este caso no sea él el único causante del mismo. Una arquitectura poco funcional y las convenciones de la élite social, vuelven a constituir aquí el principal objetivo de los ataques del cómico francés. La secuencia, medida hasta el más mínimo detalle, posee un inigualable crescendo humorístico que desemboca en un clima de anarquía material y social que hubiesen firmado los mismísimos hermanos Marx. Hilarante de principio a fin.

Playtime es una obra cinematográfica mayúscula y atemporal. Uno se queda “ojiplático” viéndola casi medio siglo después de su (fracasado) estreno. Quizá estemos ante la mejor comedia que jamás se haya realizado. A buen seguro la más moderna y original de todas.


Soundtracks: Ran (1985) de Toru Takemitsu.

Por Antonio Miranda.


La partitura para ‘’Ran’’ necesita pocas intervenciones y sutiles aplicaciones, durante la primera media hora, para dar a conocer una influencia notabilísima en la producción del gran Akira Kurosawa. Sus apariciones, en estos treinta primeros y pausados minutos, se limitan a segundos y no en más de cinco breves instantes. Pero, sin duda, la culminación a tan potentísima figura artística surge repentina cuando dos personajes, hasta ahora presentes en gran parte del minutaje, se unen irremediablemente gracias a Takemitsu: escena con un dramatismo latente extraordinario (y que nos lo enseña drásticamente como elemento fundamental en el total de la obra), supone la salvación del ‘’bufón de la corte’’ por parte del patriarca del clan, Hidetora Ichimonji. La secuencia es terrorífica, directa y golpeada experimental y drásticamente por un Takemitsu radical y sencillo, ‘’pariendo’’ así un triángulo de gran significado artístico en toda la película: la música se forma en ‘’Ran’’ como la vital evolución de los sentimientos interiores y filosóficos del anciano Hidetora mientras, completando el tercer vértice (la partitura e Ichimonji son los primeros), el ‘’bufón’’ se convertirá en la conciencia vital exterior de su jefe. Magnífica secuencia en la que, sin llamar la atención, una de las claves de la obra queda viva; una interrelación en escasos segundos de las tres partes comentadas que evolucionará, a partir de entonces, de forma compacta y directa.


La composición medida, en ‘’Ran’’, se mantiene en la mayoría de intermedios entre escenas para dotar al conjunto de la historia de un sabor dramático muy fuerte y nada fastuoso. Repetimos: medido, calculado y personal. Otro gran ejemplo de todo lo dicho lo encontramos cuando el anciano Hidetora es rechazado por el segundo de sus hijos, en el segundo de los castillos. El dramatismo es intenso: la partitura únicamente hace presencia cuando la secuencia termina y los sentimientos del antiguo jefe crecen y, al tiempo, sucumben ante todo lo ocurrido. La shakuachi japonesa de Takemitsu (tantas veces usada ya en la música de cine occidental) grita al calor del sol abrasador como lo hacen, derrotados, los instintos del anciano señor. La música, poco a poco, va adjuntando su dolor y su rabia, la desdicha o la ira siempre, en toda circunstancia, al personaje del anciano Ichimonji, detalle que queda fijado firmemente en el instante más elevado de la partitura. Veámoslo.

Takemitsu rompe de un modo absoluto la linealidad de la música y su planteamiento experimental, hasta ahora. Llega la secuencia de la primera batalla y, del todo inmersos en la mitad del metraje, el sinfonismo se acerca  a la pantalla. Kurosawa plantea las primeras muertes en masa de una forma magistral y, sin dudarlo, otorga a la música el papel trascendental de la secuencia, reflejo del sentir abrumador del anciano al ver cómo su gente muere. Takemitsu no narra la imagen, ni los disparos ni las idas y venidas de la sangre. El dramatismo que vemos es lo de menos (ni el mismo director se centra en las imágenes): la angustia vital de Hidetora sale al exterior por medio de unas cuerdas de la orquesta potentes y ‘’vitalmente sangrientas’’. Es la aparición del tema principal, por vez primera, a la hora y cuarto de aventura: interesante y extraño; sorprendente e inteligente. Tanta sorpresa musical no es sino la señal del cambio: ha llegado la muerte. La muerte no son las balas ni las lanzas, la sangre o los guerreros; la muerte es la música.


¿Pueden suponer los abundantes minutos sin partitura, a partir de ahora, una dificultad en el sentido de ésta o, como se ha apuntado en ocasiones, tildarla de aislada y secundaria? En absoluto. El significado que va adquiriendo la aplicación y el juego de la música en la historia es importantísimo y siempre, como hemos venido indicando, asociada a la vitalidad, la tristeza, el sentir o el devenir de la figura del anciano que ahora, en la parte central y acercándose el final, mantiene una postura equilibrada dentro de su angustia y locura, sin producirse evolución o alteración en su estado (de ahí la perspicacia de compositor y director para detener bruscamente la composición).

El final de la obra supone el regreso intenso de Takemitsu. Su vuelta se centra en dos aspectos, por un lado la dura percusión con la que siempre anunció las batallas (nunca narradas mediante música activa, lo que nos da la prueba del tipo de filme profundo que es ‘’Ran’’) y por otro el lado del anciano, sufriendo las últimas calamidades y su muerte final: la melodía gira hacia un lado dramáticamente tierno y resignado. La composición actúa prudente, nunca estridente, como lo va siendo el desenlace de Hidetora Ichimonji, agotado por la vida.

Toru Takemitsu.

 Concluyendo, obra experimental descriptiva que acude al sinfonismo dramático en dos únicos momentos cruciales de la historia y la envuelve, toda ella, de un halo dramático elegante y fortísimo, finalizando con una secuencia magistral que Takemitsu engalana con su expresiva y tensa flauta shakuachi, motivo que invita a la reflexión profunda en una película para la historia.


Mi tío (Mon oncle, 1958) de Jacques Tati.

“El progreso tecnológico sólo nos ha provisto de medios más eficientes para ir hacia atrás”.
(Aldous Huxley)

Monsieur Hulot (Jacques Tati), que no tiene oficio ni beneficio, recoge cada día a su sobrino (Alain Bécourt) a la salida del colegio para llevarlo a la casa de diseño vanguardista de su hermana (Adrienne Servantie), felizmente casada con el señor Arpel (Jean-Pierre Zola), quien intenta conseguir un empleo a su cuñado en la fábrica de plásticos donde trabaja.


Con Mon oncle, Jacques Tati no sólo alumbró una de las comedias más sofisticadas, originales y divertidas de la historia del séptimo arte, sino que también consolidó una nueva escritura cinematográfica que empieza y termina con él. La película, de deliciosa imaginería audiovisual, supone una inteligente sátira sobre la sociedad moderna ultratecnificada y la élite social que se beneficia de ella. Ganó el Óscar a la Mejor película de habla no inglesa en 1958.


En Mi tío, el inmarcesible autor de Playtime confronta dos espacios urbanos que difieren tanto en morfología arquitectónica como en sustrato social y humano. Por un lado está el barrio tradicional en el que reside Monsieur Hulot, caracterizado por el alborozo y el continuo ir y venir de unos vecinos que parecen conocerse desde siempre. Es un barrio cálido, lleno de color y de vida, cuyo centro de interacción lo conforman la plaza y su mercado diario. Frente a él, el barrio residencial donde viven el matrimonio Arpel y su hijo. Una zona de viviendas unifamiliares de arquitectura moderna (“No estoy en absoluto en contra de la arquitectura moderna, pero creo que además del permiso de construcción se debería emitir un permiso para habitar”, decía Tati a propósito de su película). La vida en comunidad del barrio de Hulot no existe aquí. Los edificios son monocromos, sobrios, geométricos. El único elemento colorista procede del escaso mobiliario y los jardines minimalistas. El resto resulta frío y cerebral. Demasiado calculado. Las relaciones entre vecinos (escasas) gravitan en torno a la superficialidad y la apariencia. Monsieur Hulot (y un grupo de perros callejeros) constituye el único nexo común entre los dos barrios, pero desentona mucho en uno de ellos. Ya saben cuál. Soltero, en paro y sin hijos, vuelve a suponer la nota discordante dentro de la sociedad elitista de los estereotipos y las convenciones. Ésa a la que Tati ridiculiza con sutil ironía. De ahí los intentos de su hermana y de su cuñado por integrarlo en ella tratándole de conseguir un puesto de trabajo y una relación amorosa con la vecina de al lado. Porque, según la opinión del señor Arpel, Hulot supone un “mal ejemplo” para su sobrino: ese pobre crío que se aburre como una ostra cuando está en compañía de sus padres, y que, en cambio, se lo pasa en grande junto a su tío.


Mon oncle fue la primera obra en color de Tati, aunque nadie lo diría a tenor de su brillantísima composición cromática (incluido el vestuario). Como suele ser habitual en la filmografía del director francés, los decorados cobran una importancia capital en el desarrollo la historia. De hecho, la trama, por otra parte mínima, algo también característico en el cómico de Le Pecq, no puede concebirse sin ellos. Destacan el decorado de la vanguardista vivienda de los Arpel (el más conocido), y el del viejo bloque que habita Hulot. Con respecto a este último, resaltar un plano general fijo (en realidad son varios planos fijos con cortes apenas perceptibles gracias al montaje) del mismo en el que se puede apreciar, a través de las ventanas que dan a los descansillos del edificio, todo el recorrido vertical que Hulot hace desde que entra por el portal hasta que llega a su buhardilla, situada en la última planta. La sola concepción y ejecución de este plano me parecen de una genialidad sin parangón.

Concluyo la reseña aludiendo a algunas de las secuencias más ocurrentes del filme, todas ellas protagonizadas, como no podía ser de otro modo, por el deliciosamente inútil e incapaz señor Hulot: la de la cocina en casa de los Arpel; la de la entrevista de trabajo en la fábrica; la de la fiesta en el jardín para buscarle pareja a Hulot; o aquella otra, hilarante, en la que éste está a punto de convertir la fábrica de mangueras de plástico donde lo emplean en una “charcutería”.

Una maravilla.


Las vacaciones del señor Hulot (Les vacances de Monsieur Hulot, 1953) de Jacques Tati.

“Pregúntense de dónde procede, al final de Las vacaciones del señor Hulot, esa gran tristeza, ese desmedido desencanto, y quizá descubran que procede del silencio. A lo largo de la película, los gritos de los niños jugando acompañan inevitablemente las vistas de la playa, y por primera vez su silencio significa el final de las vacaciones”.
(André Bazin)

Monsieur Hulot (Jacques Tati) llega a una pequeña localidad costera de la Bretaña francesa para pasar las vacaciones de verano. Allí, su habitual torpeza alterará la tranquilidad del resto de turistas.


Segundo largometraje de Jacques Tati y primera aparición en pantalla del genial Monsieur Hulot: ese larguirucho (Tati medía metro ochenta y siete aproximadamente), desgarbado, patoso y distraído personaje de aspecto peculiar y tambaleante forma de caminar, reconocible por su alta capacidad para “meter la pata” en cualquier situación. Les vacances de Monsieur Hulot, es un filme entrañable y divertido sin apenas diálogos (los pocos que hay son insustanciales), en el que su redundante trama (la rutina diaria de los veraneantes) se construye a partir de un sinfín de gags visuales y sonoros a cual más ingenioso.


La llegada de Hulot a la playa a bordo de un viejo automóvil en el que apenas cabe y cuyo motor petardea sin parar, al contrario que la del resto de turistas, llegados masivamente en tren, autobuses o coches más modernos que los del protagonista, nos muestra, ya de entrada, su singular personalidad, anticipando la que será una complicada integración en la comunidad de veraneantes. Tati introduce a Monsieur Hulot como el involuntario elemento caótico en el seno de un armonioso conjunto. Aunque se trata de un personaje atento, servicial y amable para con los demás, su torpeza física sólo le acarreará (salvo honrosas excepciones) miradas inquisitivas y recriminatorias. Hulot no es mejor ni peor que el resto. Es, simple y llanamente, diferente. Y sólo por eso ya encuentra numerosas dificultades a la hora de adaptarse a una sociedad cimentada sobre estereotipos y convenciones de las que escapa (tema capital en la filmografía tatiniana). En consonancia con el párrafo de André Bazin que encabeza la presente reseña, cabe señalar que bajo Las vacaciones del señor Hulot, pese a tratarse de una película deliciosa y divertidísima, subyace un sutil aura de tristeza que se explicita en su melancólico final, cuando la mayoría de los turistas deciden ignorar al pobre Hulot en su despedida por haber perturbado su paz durante las vacaciones estivales.


La puesta en escena de Les vacances de Monsieur Hulot, destaca por su elegancia y un gusto por el detalle, tanto visual como sonoro, que resulta fundamental para la construcción de los diferentes gags. En la magnífica secuencia de apertura (ejemplo perfecto de ese humor característico del director galo que combina imágenes y sonidos), Tati contrapone la calma del escenario vacacional de la playa junto al mar, con el tumulto de la estación de tren, que ejemplifica ese turismo de masas descontrolado (los pasajeros no saben a qué anden dirigirse debido a que no se entiende nada de lo que dice la voz del altavoz de la estación) que se iba consolidando en la vieja Europa tras años de beligerancia entre sus naciones.

En definitiva, un clásico del cine francés que se mantiene tan fresco como el primer día.


La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980) de Michael Cimino.

“El poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra”.
(Karl Marx)

Wyoming, 1890. James Averill (Kris Kristofferson), marshal del condado de Johnson, debe hacer frente a una poderosa asociación de ganaderos a la que pertenece su viejo amigo William C. Irvine (John Hurt), la cual ha decidido contratar a un grupo de mercenarios, entre los que se encuentra Nathan D. Champion (Christopher Walken), para que terminen con la vida de decenas de inmigrantes llegados desde de Europa del Este, a los que se acusa de robar cabezas de ganado.


Heaven´s Gate, de Michael Cimino, es un título maldito fundamentalmente conocido por ser el principal causante del hundimiento de la compañía cinematográfica United Artists, fundada en 1919 por Charles Chaplin, David Wark Griffith, Douglas Fairbanks y Mary Pickford. La película, que costó alrededor de cuarenta y cuatro millones de dólares y apenas pudo recaudar cuatro, supuso un descalabro económico sin precedentes, sumiendo en la ruina a la mítica productora, que terminaría siendo comprada por la Metro-Goldwyn-Mayer, y acabando con la carrera de su director, desde entonces más conocido por sus radicales cambios de imagen que por su faceta como cineasta. Pero si dejamos atrás esa mala fama que la precede (injusta a tenor de su categoría cinematográfica), y disfrutamos de su montaje original (el de su premier en Nueva York y no el posterior y mutilado que terminó estrenándose en las salas), nos encontraremos con una obra monumental que combina con maestría lo épico y lo íntimo.


En La puerta del cielo, el autor de El cazador (The Deer Hunter, 1978), cinta que lo había consolidado como un cineasta de enorme prestigio en Hollywood, traslada el concepto tradicional marxista de la lucha de clases al ámbito del western, inspirándose para ello en un acontecimiento histórico vergonzoso: la guerra del condado de Johnson (1892) que enfrentó violentamente a ganaderos y colonos con el beneplácito del gobierno estadounidense. El guión, escrito por el propio Cimino, parte de un planteamiento ideológico algo maniqueo en su conjunto, pero que se redime gracias a la profunda ambigüedad que otorga a sus tres personajes principales: el marshal James Averill, que perteneciendo a una acomodada familia de Massachusetts no sabemos cómo ha acabado convertido en un solitario agente de la ley en el Salvaje Oeste (todo apunta a un fracaso matrimonial durante su juventud); la prostituta Ella Watson (Isabelle Huppert), una inmigrante europea que regenta un prostíbulo en las afueras del condado; y el mercenario Nathan Champion, frío cuando mata a colonos y tierno cuando corteja a Ella, que también es objeto del deseo amoroso de James. Los tres (unos estupendos Kristofferson, Walken y, sobre todo, Huppert) conforman el triángulo amoroso que constituye la esencia dramática de la película. Porque Heaven´s Gate es, por encima de todo, un filme bellamente romántico en la acepción más trágica del término.


Cimino muestra una gran sensibilidad en la composición de cada plano, rozando sin tapujos el preciosismo en busca de la perfección estética (precisamente fue ese afán de perfección del realizador, el que disparó los costes de una producción ya de por sí costosísima). Valgan de ejemplo sus hermosas panorámicas del paisaje natural, sus espectaculares planos generales, sus complicados planos con grúa o las numerosas escenas de interiores que por su contrastada iluminación recuerdan a los cuadros del pintor italiano Caravaggio (extraordinaria, insuperable fotografía a cargo de Vilmos Zsigmond). Todo el filme posee una atmósfera poética y desencantada. La misma que prevalece en el recuerdo de quienes han visto pasar sus mejores años pensando en las oportunidades perdidas que ya no volverán.

La puerta del cielo es un título clave en la historia del cine estadounidense moderno. Su estrepitoso fracaso ha sido utilizado infinidad de veces como ejemplo de lo que puede llegar a pasar si se deja una producción de esta envergadura en manos de los deseos de un director. En Hollywood, la libertad artística quedó herida de muerte tras su estreno. Nos queda, al menos, el consuelo de poder disfrutar de una gran película a la que el paso del tiempo ha tenido el buen gusto de colocar en el lugar que siempre mereció.


Soundtracks: Un perro andaluz (1929) de Richard Wagner.

Por Antonio Miranda.


Complejísimo análisis el que podría surgir de la obra de Luis Buñuel y la aplicación que él mismo ideó en los años veinte (ya que habitualmente las películas mudas se acompañaban de representaciones con música en directo) y ya para su aplicación definitiva, tres décadas después. Hemos de simplificar su sentido a un cariz narrativo y expresionista absolutos, siempre apoyando el lado surrealista de su creación pero, al tiempo, dotando a éste de una fuerza y tono realmente potentes, cambiando notablemente el resultado inicial por uno final más completo y, al tiempo, complejo. Bien es cierto que de la idea nacida en los años veinte no guardamos seguridad alguna. Lo único certero es el uso de las notas del clásico compositor alemán, en un inicio abarcando el total de la música de la obra de Buñuel que tratamos pero que, conocedor éste de la aversión de la sociedad francesa seguidora del surrealismo por la música de Wagner, redujo el contenido hasta combinarlo con un par de piezas populares de tango argentino procedentes de grabaciones de los años cincuenta.

Dos son las vertientes que ofrece la historia de ‘’Un perro andaluz’’, ambas situaciones oníricas de los dos genios que dan cuerpo a la obra: Buñuel y Dalí. Dos orientaciones musicales, igualmente, acompañan esta segunda versión de la película en los años sesenta: el tango y la pieza clásica de la partitura de ‘’Tristán e Isolda’’. El primero (concretado en dos temas, uno de ellos recurrente) lo escuchamos siempre en el interior de las habitaciones y la obra de Wagner, en exteriores. La primera, más pasional y extrema, acompaña los acontecimientos igualmente extremos (la cuchilla cortando el ojo, los pensamientos sexuales del hombre hacia la mujer…); la segunda, mayor en elegancia, sutil e intelectual, nos llevará a instantes más elevados e idealistas (el paseo en bici, la muerte…), con el detalle estructural final de ambas piezas escuchándose inicialmente en interiores para terminar en zonas abiertas como simbología de su encuentro y fusión, como en numerosas ocasiones sucede con objetos, sentidos y situaciones en el filme.

En definitiva, ejemplo de la importancia en segundo plano, pese a la continua presencia en pantalla, de la música en una obra maestra del séptimo arte y de cómo puede influir la composición en unas imágenes preconcebidas sin ella. 


Día de fiesta (Jour de fête, 1949) de Jacques Tati.

“El color llegaba con los feriantes, el tiovivo, los caballitos de madera y las casetas de feria. Cuando la fiesta acababa, se metía el color en unas grandes cajas y éste se iba del pueblo”.
(Jacques Tati)

La apacible vida del pueblecito francés de Saint-Sévère-sur-Indre, se ve trastocada por la llegada de la feria con motivo de la celebración de una festividad local.


Jour de fête fue el primer largometraje del genial actor y director cómico Jacques Tati. La película se concibió con la idea de convertirse en la primera obra cinematográfica francesa hecha en color con tecnología patria; sin embargo, la utilización del sistema experimental Thomsoncolor (similar al Technicolor americano) resultó fallida y la cinta no se pudo revelar. Afortunadamente, el autor de Mi tío, quizá no fiándose del invento en cuestión, decidió rodar el filme con dos cámaras, una con el nuevo formato y la otra con el tradicional, por lo que Día de fiesta pudo estrenarse al final, aunque en blanco y negro. Décadas más tarde, en 1994, se restauró la copia en color.


El humor de Jacques Tati (de sonrisa casi permanente más que de desternillante carcajada), como el de los maestros silentes Chaplin, Lloyd o Keaton, en los que se inspira y a los que, en ocasiones, hasta supera (cinematográficamente hablando), prescinde en esencia de los diálogos para construirse a partir de una concatenación de inteligentes gags visuales y (he aquí su principal aportación) sonoros. Jour de fête no es el mejor de sus trabajos (Tati aún no había creado al sublime Monsieur Hulot, personaje tan iconográfico como Charlot que será el protagonista de sus películas a partir de su siguiente proyecto, Las vacaciones del señor Hulot), pero en él ya esboza parte de ese entrañable y particular microcosmos humano que irá perfeccionando hasta alcanzar unas cotas de sofisticación visual inauditas en el género de la comedia (Mi tío y, sobre todo, Playtime). En esta ocasión, el alargado realizador de Le Pecq muestra algunas de las costumbres y conductas sociales de un pequeño pueblo francés de posguerra. La llegada con la feria de una carpa de cine en la que se proyecta un documental sobre los eficientes y arriesgados nuevos métodos de trabajo de los carteros estadounidenses, pone de manifiesto la existencia de dos velocidades entre Europa y Estados Unidos en lo que respecta al crecimiento socioeconómico tras la Segunda Guerra Mundial. Al visionar el documental, el personaje de François (Jacques Tati), el tontorrón cartero de la zona, herido en su orgullo profesional por los comentarios burlones de sus vecinos, tratará de poner en práctica lo visto en la proyección, llevando a cabo un divertido reparto del correo “a la americana”. Reparto que dejará a las claras que lo eficaz no es necesariamente lo mejor, sobre todo si dicha eficacia conlleva una pérdida de capital humano.


Actualmente existen tres versiones de Día de fiesta, cada una de ellas con diferente metraje: la versión en blanco y negro de 1949 (87 min); una segunda versión en blanco y negro con elementos en color de 1964 (80 min); y la versión en color de 1994 (77 min).


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